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Enfermedad mental, derechos y curación
Hace unos días se presentó en la universidad Carlos III el estudio jurídico “Tratamientos e ingresos involuntarios en salud mental” (puede verse mucha información gugleando el título). Poco es todo esfuerzo que se haga por normalizar la enfermedad mental y luchar contra las discriminaciones y estigmas que soportan estos enfermos, así como contra ciertas prácticas todavía vigentes hoy día (intervenciones policiales, contenciones mecánicas, etc.); pero también creo que alguno de los planteamientos expuestos amenaza con dejar al enfermo sin salida cuando se dan condiciones adversas. Planteado lo que aquí describo a algunos de los ponentes tras la jornada, parecen haberse planteado el dilema, pero no haberle dado salida, quizá porque centra el debate en uno de sus principios básicos aceptado como axioma.
Es un debate complejo que exige abandonar los juicios previos y, en este sentido, no es alentador escuchar a una ponente explicar que han encontrado muchos prejuicios a la hora de elaborar el estudio “a veces en el buen sentido, a veces en el malo”, frase que, en sí misma, implica un juicio previo.
Los ponentes establecen como punto de partida del estudio “el de los derechos y que ese enfoque de derechos te obligue a poner a la persona en el centro”. Nada que objetar a esto: el enfermo mental como sujeto de derechos. Desde este punto de partida se establece que el consentimiento debe estar, de forma radical, en la base de cualquier tratamiento que se realice; sólo se admite una excepción: el caso de urgencia vital en la que el enfermo no puede físicamente otorgar consentimiento. El respeto de los derechos humanos del enfermo exige el respeto a su libertad de elección de ser tratado o no, o de qué tratamiento recibir.
La enfermedad mental consiste en una cierta y no bien conocida descompensación de los neurotransmisores cerebrales que dificulta o impide la correcta interpretación de la realidad externa o interna (lo que yo soy) y que puede responder bien a los tratamientos, que consiguen reconectar al enfermo con la realidad posibilitando una vida plena. También explican los médicos que periodos largos de “desconexión” no tratada pueden resultar en una mayor dificultad de conexión posterior. Por otro lado, uno de los efectos más habituales de estas enfermedades consiste en que el enfermo no se reconoce como tal y, por tanto, rehúsa cualquier tipo de tratamiento: si él no es un enfermo, ¿por qué habría de tratarse? Si estoy 12 horas diarias “conversando” con un teléfono apagado no es por enfermedad, es, simplemente, lo que quiero hacer.
Para ejercer plenamente la libertad nuestro cerebro debe ser capaz de reconocer la información relevante del entorno y de uno mismo, de analizar las alternativas y finalmente de optar libremente; si partimos del reconocimiento de la existencia de la enfermedad mental, debemos reconocer que, en determinadas circunstancias, estas capacidades cerebrales pueden estar muy disminuidas o incluso impedidas sin que se trate de una situación de “urgencia vital en la que el enfermo no puede físicamente otorgar consentimiento”; si el enfermo no se reconoce como tal y, por tanto, abandona el tratamiento y no acepta su reanudación, puede entrar con alta probabilidad en una situación de lento suicidio social y sicológico si no incluso finalmente físico; cuanto más tardemos en remediar esta situación, más difícil será revertirla.
Aquí no se plantea ya un conflicto de derechos entre el enfermo y el otro (las instituciones, la familia, la sociedad, ...), sino un conflicto entre dos derechos fundamentales del propio enfermo, la libertad, que en este caso puede ya estar menoscabada por la propia enfermedad que afecta al órgano con que se ejerce, y su derecho a la salud de cuya recuperación depende resolver ese menoscabo. La apelación a un derecho absoluto y sin matiz a la libertad del enfermo a recibir o no tratamiento puede poner a este a “los pies de su enfermedad”. Ciertamente, todas las tutelas serán pocas para evitar que el enfermo se vea atropellado por prejuicios, malas prácticas o intereses ajenos a él, pero creo que afirmar que todo tratamiento no consentido es una vulneración de los derechos humanos dejará (está dejando) a muchos enfermos en riesgo cierto de no poder ejercer ninguno de los dos derechos en conflicto.
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