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La realidad fracturada

'Protesta' de menores contra la ley Celaá.

Horacio Torvisco Pulido

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Actualmente la hiperespecialización y el dogmatismo se enseñorean en demasiados campos de la actividad humana, tanto en el plano teórico como en el práctico. Cada vez se sabe más de asuntos muy concretos, impulsados por esa clase en ascenso, los expertos, pero al mismo tiempo existen importantes carencias en análisis que interrelacionen ese saber parcial y por tanto incompleto de los expertos, lo cual crea realidades fracturadas. Asimismo, y ante esa falta de discurso capaz de explicar de forma global la realidad, las explicaciones simplistas y dicotómicas ofrecen discursos polarizados y dogmáticos utilizando categorías abstractas del bien y del mal, fomentando la incondicionalidad acrítica, incapaz de percibir la complejidad de una realidad social, tensionada por vectores difíciles de mimetizar con el bien o el mal sin más.

Entre las diversas causas que están provocando esta realidad fracturada hay dos sobre las que merece la pena reflexionar mínimamente.

La primera es el desprestigio permanente de la política como herramienta necesaria para organizar la convivencia humana. El humano, actualmente en pleno proceso de humanización, no tiene consolidado los atributos sociales que caracterizarían su condición humana plena, como son: un amplio concepto de la solidaridad, la libertad, la justicia, la responsabilidad, el respeto al otro y la equidad en el reparto de la riqueza, entre otros, algo que al no estar consolidado en la especie humana puede en cualquier momento y ante fenómenos inesperados e incontrolables, a los que no se les encuentre una salida racional y razonable, retrotraernos a estadios de barbarie en la más espantosa distopía imaginable, apoyada además en el desarrollo tecno-científico actual. El pensamiento aristotélico ya señalaba la importancia de la política para el humano diciendo aquello, de que solo los dioses y las bestias quedan al margen de ella.

Hoy en día un “argumento” muy manoseado cuando se quiere desprestigiar cualquier propuesta, sea del tipo que sea, es acusarla de “política” exhibiendo por sus valedores, en el caso más favorable, una ignorancia supina de qué es realmente la política. Un concepto que permanentemente se confunde de manera inconsciente, o quizás no, exclusivamente con la actividad de los partidos políticos. Una vez más la parte se confunde, inconscientemente, o quizás no, con el todo.

La política es mucho más que ese bochornoso espectáculo que demasiadas veces ofrece el Congreso de los Diputados; o esa lucha intestina por el poder dentro de los partidos o entre partidos; o esos medios de comunicación convertidos en replicadores y amplificadores de la banalidad más absoluta en detrimento de lo que de verdad es importante para la convivencia, provocando hastío, crispación y parcialidad, en una visión interesada de la realidad; o esas redes sociales donde campa la bazofia intelectual, la mentira interesada y el cotilleo más vulgar y ramplón con el fin de confundir y manipular a la opinión pública.

La política es, a pesar de sus detractores y dicho de forma muy sencilla, el arte de convivir los humanos mediante criterios acordados de la forma más libre, justa y equitativa posible y esas deberían ser las principales preocupaciones de todos, especialmente la de los servidores públicos, es decir, los políticos. Seguir contribuyendo al desprestigio de lo político es el camino más rápido y fácil para destruir la democracia y la convivencia social.

La segunda causa a la que me refiero nace de la despreocupación de la educación en valores cívicos a nuestros jóvenes donde la responsabilidad, la solidaridad, el respeto a los demás, o la capacidad para gobernar los cambios, entre otros, sean valores a prestigiar y fomentar. Resulta decepcionante y triste observar, cómo el elemento fundamental y de mayor valor intelectual a través del que se prestigia cualquier universidad, sea pública o privada, es la de que sus alumnos sean contratados antes y por las empresas más potentes que existen en la actualidad, algo importante, qué duda cabe, pero claramente insuficiente si lo que se quiere es formar ciudadanos críticos y responsables.

El progresivo abandono y ninguneo en los planes de estudios de nuestros jóvenes, de la filosofía, las humanidades y la expresión artística, es un gravísimo error si lo que se persigue, aparte de formar buenos profesionales en los diversos campos de la ciencia y el conocimiento, es fomentar una ciudadanía feliz, libre, responsable y crítica, que no criticona, con el mundo que les está tocando vivir.

Sin embargo se observa, cómo al mismo tiempo que la formación de una ciudadanía crítica y responsable se desmorona, está surgiendo un peligroso adoctrinamiento religioso fundamentalista en el mundo en general y en las aulas de nuestras escuelas en particular, con el argumento de la libertad. Pregunto ¿cabe mayor anacronismo y contradicción en un país aconfesional, que en nombre de la libertad se equipare el conocimiento con el dogma?

La escuela, la universidad o cualquier centro cuya principal misión sea la de impartir conocimiento y formar ciudadanos libres y responsables no puede albergar en su seno pulsiones dogmáticas ni adoctrinamientos varios. Asimismo, y aun aceptando que la cualificación especializada en los diversos campos del saber debido a su vastedad es necesaria, eso no puede ser un motivo para que dichos conocimientos no lleven aparejados una formación en valores humanistas, tan necesarios si no se quiere cosificar al ser humano en un eslabón más de la cadena de producción y consumo en que se está convirtiendo esta sociedad.

Un ejemplo de la necesidad de una educación integral en valores humanistas y conocimientos tecnocientíficos, se tiene actualmente en la llamada alfabetización digital. Una alfabetización que no puede centrarse única y exclusivamente en el uso y manejo técnico de los diversos artefactos y aplicaciones digitales, algo necesario, pero una vez más claramente insuficiente, si no va acompañada de una formación en valores de responsabilidad social y de adquisición de criterios que ayuden a usar la potencialidad de estas herramientas en objetivos socialmente útiles y no en el lamentable espectáculo en que se están convirtiendo, en demasiadas ocasiones, las diferentes aplicaciones digitales y redes sociales.

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