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WhatsApp, la pandemia y la destrucción del texto
Fue hace casi ya una década cuando los docentes empezamos a advertir que la llegada de los nativos whatsappianos a la enseñanza secundaria empezaba a cambiar el panorama de lo que hasta entonces considerábamos el manejo del texto.
“Texto” tiene que ver etimológicamente con “tejido” y “tejido” es una “trama de hilos”. Ni escribimos ni conversamos con palabras sueltas, sino con “tramas”, con combinaciones de “hilos” que entretejen palabras, fonemas, entonaciones, combinaciones de combinaciones de palabras y silencios; ya sean escritos, leídos, hablados o escuchados. Todo ello se entrelaza, además, con elementos más allá de lo lingüístico, con gestos, miradas, movimientos de la cara, las manos y hasta del cuerpo.
Pero un día de 2009… llegó Whatsapp. Los niños se expusieron sin filtros a esta app (sus padres los expusieron, para que los dejaran tranquilos), por más que los creadores la catalogaran, y con razón, como no recomendada para menores de dieciséis. Un instrumento concebido para simplificar y abaratar el SMS, al tiempo que para convertir en más rápida la comunicación, se iba a convertir, por ese imposible dominio de la comunicación adulta en edades tempranas (es una tautología, ya lo sé), en la piedra de lanza de la destrucción de la comunicación lingüística a través de la noción de la destrucción del concepto del texto que adquirimos inconscientemente a edades realmente tempranas.
No había ningún problema en comunicar en 140 caracteres de un SMS como no lo había en las lápidas latinas de hace dos mil años. Porque en ellos, a diferencia de WhatsApp, el límite marcaba la noción de texto. Superar ese límite significaba pagar el doble y eso era una ventaja. Marcábamos el límite: el principal elemento de la educación… y de la comunicación.
Nada que ver con Whatsapp. Los alumnos que hoy llegan a segundo de Bachillerato y que se enfrentan a un texto de EBAU tenían cuatro años cuando WhatsApp surgió. Es decir, que cuando agarraron por primera vez un móvil, este ya poseía Whatsapp. Aprendieron a escribir (es un decir) así. Aprendieron a hablar por teléfono sin esperar respuesta, grabando mensajes de audio. Incluso sus llamadas fueron, sobre todo, videollamadas.
Dicho de otra manera: nunca aprendieron a escribir, nunca aprendieron a conversar ni a dialogar, nunca aprendieron a esperar la respuesta del otro lado del teléfono sin interrumpir.
Las cascadas de palabras sin coherencia, sin cohesión y sin adecuación al contexto ni a las reglas más mínimas de la comunicación (los tres elementos fundamentales del texto) saltaron por los aires.
Y, cuando la caja de Pandora se cerró dejando solo a la esperanza dentro, llegó la pandemia. Padres y madres que teletrabajaban no regularon (¿porque no pudieron, porque no quisieron o por ambas cosas?) los tiempos dedicados a la pantalla ni a los contenidos de la pantalla. No en vano durante la pandemia las acciones de la F de las FAANG se dispararon de precio hasta las nubes en el índice Nasdaq.
Whatsapp y la pandemia consiguieron de modo acelerado lo que todas las leyes de educación de los últimos cuarenta años llevan intentando de modo paulatino y sibilino: convertir en analfabetos funcionales a la inmensa población de jóvenes que no leerán, no conversarán, no razonarán. Y que votarán a cualquier personaje que diga chorradas en red.
¿Todavía nos preguntamos de dónde nace la intolerancia, el extremismo, la violencia en aumento de nuestros días? ¿Todavía seguimos preguntándonos por qué los jóvenes no saben conversar?
Hace pocas semanas Arturo Pérez Reverte lanzó unas declaraciones que muchos medios de comunicación criticaron duramente y hasta tergiversaron: los jóvenes no están preparados para afrontar la dificultad. Se les ha dado todo sin cribas ni pautas, se les ha puesto en la mano un móvil sin control parental y a eso lo hemos llamado libertad. De paso, les hemos robado las armas con las que habrían podido enfrentarse a este mundo de lobos. Juro que no comprendo el linchamiento a Pérez Reverte. Creo que a veces los medios de izquierdas critican por el simple hecho de no querer escuchar lo que se dice para poder criticar a quien lo dice.
En otras palabras: hemos invertido capitales inmensos en medios de comunicación al tiempo que hemos destruido casi por completo las bases de la comunicación. El problema es que a esto lo llamamos desarrollo. Y a la incapacidad a la que hemos condenado a nuestros jóvenes la llamamos “falta de oportunidades”.
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