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Pikara Magazine es una revista digital que practica un periodismo con enfoque feminista, crítico, transgresor y disfrutón. Abrimos este espacio en eldiario.es para invitar a sus lectoras y lectores a debatir sobre los temas que nos interesan, nos conciernen, nos inquietan.

El maltratador políticamente correcto

Una mujer sujeta una pancarta con la etiqueta de #metoo durante una marcha en Seattle en enero de 2018.

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La Audiencia de Gipuzkoa ha confirmado la condena de siete años de cárcel por violencia de género para un abogado especialista en violencia de género. Miguel Alonso Belza es conocido por haber representado a la familia de Nagore Laffage, cuyo asesinato a manos de José Diego Yllanes en Sanfermines de 2008 introdujo en la agenda política, mediática y feminista el tema de la violencia sexista en fiestas populares y mostró lo problemático de que la ley integral limite su actuación a casos en los que el agresor es pareja o expareja de la víctima. El abogado que llevó uno de los casos más emblemáticos de feminicidio es un agresor machista condenado por violencia de género.

La condena se compone de penas por delitos de lesiones, de coacciones leves, de maltrato habitual y de maltrato no habitual. Los hechos probados listan un rosario de agresiones a partir de que su expareja decidiera terminar la relación con él: acoso por teléfono, control, agresiones físicas y quebrantamiento de la orden de alejamiento. Alonso Belza también había sido abogado del turno de oficio de Violencia contra la Mujer de Gipuzkoa. El juez subrayó en la sentencia que el acusado merecía “el mayor de los reproches penales, porque en todo momento fue consciente de la ilicitud de su conducta, en su condición de abogado especializado en la materia”.

Este caso tenía los elementos necesarios para que el agresor no saliera impune: incluía violencia física que fue probada por un vídeo que grabó la víctima en uno de sus ataques y fue juzgado por un magistrado que no cuestionó la credibilidad de la mujer. Probablemente sean más habituales los casos en los que estos agresores expertos en violencia machista la ejercen de maneras más sibilinas y en las que el hecho de trabajar por los derechos de las mujeres juegue a su favor si hay un proceso judicial o de otro tipo.

“Parece que si un hombre tiene un discurso político progresista, pro-feminista y además una reconocida trayectoria militante, no puede ser un maltratador. Esta cuestión dificulta la identificación del agresor y la relación en términos de violencia sexista y puede ser utilizada para desacreditar y deslegitimar el relato sobre la violencia”. Es una de las conclusiones extraídas de la investigación de la politóloga feminista Tania Martínez Portugal, Transformando imaginarios sobre violencia sexista en el País Vasco. Narrativas de mujeres activistas, becada por el instituto vasco de la mujer, Emakunde. Un trabajo en el que ha profundizado en su tesis doctoral, en la que añade información extraída de grupos de discusión con integrantes de colectivos sociales.

Misóginos que van a las manifestaciones feministas

La politóloga se apoya en el artículo de Bárbara Biglia y Conchi San Martín Rompiendo imaginarios: maltratadores políticamente correctos para referirse a esos hombres activistas que mantienen relaciones basadas en el abuso de poder con sus compañeras sentimentales, sexuales y/o de militancia. Biglia y San Martín describen uno de los perfiles de estos “buenos activistas”: el del intelectual con “una fuerte capacidad de convicción, dotes organizativas y de mando, y tendencia al liderazgo”, que presenta actitudes más sofisticadas que las que atribuimos a la figura del maltratador tradicional. Las protagonistas de las narrativas recogidas por Martínez Portugal reconocen que el hecho de que su abusador no encajase con el imaginario social de maltratador obstaculizó que ellas y su entorno identificasen sus conductas como violentas. Reproduzo algunos fragmentos de los testimonios:

“Era un chico intelectual, no el macho prototipo, y esta cuestión fue utilizada con el objetivo de deslegitimar la agresión”.

“Lo que más me descolocaba de todo aquello, era el hecho de que una persona tan reconocida como él, con un discurso tan diferente… se pudiera comportar de aquella manera”.

“Lo veía, lo identificaba, pero estaba paralizada… Creo que me parecía tan absurdo lo que me estaba pasando.... que una persona que es un referente de militancia, de sabiduría, me tratara así es lo que me dejó sin capacidad para reaccionar”.

La investigadora concluye que “no existe un tipo específico de maltratador, sencillamente, aquellos que participan en espacios de transformación social, que encontramos en las asambleas, manifestaciones, fiestas, incluso aquellos que se dicen feministas, mantienen un discurso político que no se corresponde con sus prácticas reales. Así, resultaría necesario actualizar los referentes de masculinidad hegemónica, tomando en consideración las prácticas que trascienden más allá del nivel discursivo, y visibilizar las nuevas formas en las que se expresa”.

Los agresores de estas narrativas son liberados de sindicatos de izquierda, profesores universitarios con una trayectoria en el activismo antiautoritario, educadores sexuales u hombres por la igualdad profesionales. Se distinguen del estereotipo de macho clásico por su sensibilidad artística, por no tener problemas en hablar de sus deseos o prácticas homosexuales o por ir a terapia para trabajarse sus problemas emocionales. Acuden a manifestaciones y jornadas feministas, prologan libros de feministas famosas y hablan en femenino genérico. Al mismo tiempo, critican a sus exparejas caricaturizándolas como pérfidas, estúpidas o locas, acusan a sus compañeras de no saber cuidar o cocinar, presentan una tendencia al victimismo y la autoindulgencia, y “una mezcla de autoestima dañada y miedo”, según describe una de las entrevistadas.

En muchos casos, son hombres mucho mayores que las mujeres de las que abusan: al machismo se le suma el adultismo y el paternalismo, que usan para imponer a éstas su visión del mundo, afirmar su autoridad y su superioridad, erigiéndose en guías o mentores de sus compañeras sentimentales o de activismo.

“Me decía que yo era alguien que tenía mucho talento, pero poca disciplina, incapaz de terminar lo que empezaba. Cuando se enfadaba conmigo y me castigaba, lo hacía por mi bien”.

“Si una persona mayor que tú te dice que eres un ‘diamante en bruto’ para mí es un maltratador psicológico en potencia, porque lo que realmente quiere es ‘pulirte’ a su medida”.

A menudo, sus formas de abuso emocional son sutiles mientras dura la relación. Un mecanismo habitual es la violencia luz de gas: el abusador intenta alterar la percepción de la realidad de la otra persona y minar su autoconfianza, haciéndole dudar de su memoria, su propia percepción, o su cordura y provocándole inestabilidad emocional. En las narrativas abundan también formas de control de la sexualidad y pataletas de celos.

Pero esos maltratadores políticamente correctos pierden los papeles y agreden de forma más pública y fácilmente identificable cuando la mujer decide cortar la relación (ya sea de pareja o de sexo ocasional) y temen que cuenten lo que han vivido. “Los maltratadores se sienten amenazados por lo que pueda trascender de su comportamiento y tienen miedo a que se desmonte su identidad militante que, en muchos casos, constituye una parte muy importante de su identidad social”, señala la investigadora. “El miedo puede dar lugar a reacciones de muchos tipos: desde una agresividad explícita, hasta toda una campaña de deslegitimación de la agredida para desacreditarla dentro de las comunidades activistas. Esta cuestión nos indica cómo la gran mayoría son perfectamente conscientes de sus actos”, abunda.

“Empecé a darme cuenta de que era un perfecto misógino, lo intentaba disimular muy bien con esa fachada de progre, pero sentía odio y rabia por las mujeres que identificaba como amenaza. Y yo me convertí en una, una vez decidí que no quería saber más de él”.

Ya que estamos, #MeToo

Conozco a estos agresores de primera mano porque yo soy una de las protagonistas de las narrativas recopiladas por Tania Martínez Portugal. Durante años me costó calificar lo vivido como violencia sexista, hasta que leí el artículo de Beatriz Villanueva sobre la violencia luz de gas. No son agresiones que una pueda denunciar a la policía y las heridas que dejan no son visibles. Leer la tesis de Tania me ayudó a confirmar que lo que viví no era una relación tóxica y ya, sino que encaja con el modus operandi de estos abusadores políticamente correctos.

Yo tenía 22 años y él 34. Le conocí porque escribí un reportaje sobre el grupo de hombres por la igualdad en el que militaba. Sentimos atracción mutua y poco después me propuso ir a ver juntos una exposición de arte feminista. Era muy culto, había trabajado en política institucional, había sido brigadista en Latinoamérica, cuestionaba la monogamia y la heteronorma. Representaba todo lo que le fascinaba a esa June veinteañera de pueblo que estaba saliendo de una relación tradicional. Mantuvimos una relación de pareja de tres años marcada por el adultismo, el abuso emocional, la violencia luz de gas, el control, las escenas de celos, la infidelidad a la vieja usanza, con embarazo incluido.

Se pasó unos años usando pretextos laborales o activistas para escribirme y pedirme que quedásemos, por más que yo le dijera que no quería tener contacto con él. En un momento dado, sintió que había dañado su reputación al contar mi historia y reaccionó con violencia verbal e intimidación. Una psicóloga feminista me acompañó en aquel entonces en un proceso de mediación para garantizar que él no volviera a entrar en contacto conmigo. No reconoció sus abusos; lloró y se mostró muy dolido. Se alejó un tiempo de los focos, pero no se había retirado: estaba escribiendo un libro sobre nuevas masculinidades que ha tenido un eco mediático notable. Sigue participando en el movimiento de hombres por la igualdad y se ha especializado en “paternidades igualitarias”.

Recientemente nos invitaron a ambos a participar en unas jornadas feministas. Conté mi historia a la organización para justificar mi negativa a compartir cartel con él. Recibí por respuesta un “Yo te creo” con condicionantes. Él participó, yo no.

Le pregunté a Tania en una de sus charlas si son los agresores o las supervivientes quienes abandonan los espacios de militancia cuando trasciende la denuncia. Respondió que, tristemente, lo habitual es que se retiren ellas, a no ser que el agresor quiera eludir un proceso colectivo sobre el caso. La buena noticia, matizó, es que los abusos vividos animan a las supervivientes a comprometerse con la lucha contra la violencia machista y a buscar cobijo en la militancia feminista.

Haber participado en esa investigación feminista ha sido una forma de politizar mi historia personal y de aportar a la comprensión de la violencia que ejercen los maltratadores políticamente correctos. Y esa es la manera que tengo de sentirme algo reparada. Es un bálsamo que calma un poco mi herida cuando se abre, una herida que no cicatrizará mientras ese hombre siga viviendo del feminismo.

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