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Agosto no existe en la política española, pero los demás meses del año tampoco son la bomba en estos tiempos

Iñigo Sáenz de Ugarte

En Reino Unido, le llaman “the silly season”, ese agosto sin noticias donde los medios de comunicación dedican sus artículos a temas muy menores –a veces estúpidos– ante la falta de materia prima de mayor calidad. Una época perfecta para noticias sobre el monstruo del lago Ness, y en España sobre Gibraltar.

Muchos periodistas vuelven de sus vacaciones en algún momento de agosto y lo típico, como si las hubieran pasado en una remota aldea de Borneo, es preguntar: ¿qué ha pasado? Este año, se habrán dirigido a sus compañeros para saber si hay posibilidades de que haya Gobierno y que no se tenga que volver a votar en noviembre. En este caso, recibirán una mirada cansada y unas pocas palabras: nada, no ha pasado nada.

Será por eso que un dirigente de Ciudadanos justificó de esta manera la ausencia de Albert Rivera en este mes: “Todo lo que pasa en agosto no existe”. También podía haberse limitado a decir que es bueno tomar vacaciones para la salud mental. Su líder acabó julio con aspecto de necesitarla. El descanso, no la salud mental.

Todos tenemos esa mirada perdida (“a thousand-yard stare”) de quien ha visto el panorama de la política española en la primera mitad del año y teme que habrá más de lo mismo en la segunda. Cumplida la obligación de votar en abril –qué lejos queda ahora–, contemplamos la fallida sesión de investidura de julio con la sospecha de ver cómo el candidato que había fracasado creía haber cumplido con éxito la primera parte de su misión: dejar claro en sólo 72 horas que un Gobierno de coalición con Podemos era una quimera. Lo que restaba después era ir consumiendo semanas para que la reelección de Pedro Sánchez saliera gratis en términos políticos. De lo contrario, se abrirán otra vez los colegios electorales.

No lo llames chantaje, llámalo..., llámalo como quieras.

El Gobierno en funciones se ha aplicado a fondo a la tarea de la propaganda desde la investidura. No ha habido negociaciones en agosto, pero sí muchas declaraciones sobre las negociaciones. Ha sido la vicepresidenta Carmen Calvo la que se ha multiplicado para intentar conjurar la imagen generalizada tras la investidura –incluidos los medios conservadores nada interesados en ver a los dirigentes de Podemos en el Consejo de Ministros–, por la que el PSOE había montado una negociación exprés con Podemos con el objetivo de que fracasara.

El balance de la misión de Calvo no resulta muy convincente. Si dices que un Gabinete de coalición con el partido de Pablo Iglesias “haría inviable el día a día del Gobierno”, estás describiendo a esos socios potenciales como una banda de gamberros poco serios con los que cualquier acuerdo sería una pesadilla. En ese caso, lo mismo se podría decir de un pacto parlamentario como el que pretende el PSOE.

Por alguna razón, los socialistas creen que la arrogancia es la actitud que mejor entenderán sus votantes. Lo decía hace unos días el ministro José Luis Ábalos en una entrevista en La Razón cuando le preguntaban por qué negociaron en julio un Gobierno de coalición con un partido aparentemente tan poco fiable: “La cooperación consistía en un acuerdo legislativo, un programa de gobierno y participación en determinados niveles de la Administración. Era una forma de ir implicando a esta formación que no tiene experiencia de gobierno. Hace cinco años estaban en la calle”.

Qué se creerán esos muertos de hambre para estar en el mismo Gobierno que nosotros. Estaban en la calle. Durmiendo en las aceras. Pidiendo para comer. Con una mano delante y otra detrás.

Negociar con el PSOE es complicado. En estos momentos, lo máximo que puedes sacar son unos euros para pagar un bocadillo y una palmada en la espalda.

De Quinto rompe unas cuantas ventanas

Agosto no ha servido para nada en lo que es la prioridad para la política española, en especial en el caso de los partidos de izquierdas. Curiosamente, sí ha resultado significativo para el partido que dejó descansar a su líder porque además no quiere tener nada que ver con la formación del Gobierno. Quedó confirmado lo que ya había apuntado el fichaje de Ciudadanos procedente del negocio del marketing en la venta de refrescos. Marcos de Quinto se desveló como un hooligan desatado y bien dotado para las artes del troleo y el insulto en las redes sociales.

El exdirectivo de Coca-Cola se dejó llevar por la furia y parecía inmerso en una carrera por levantar el prestigio de Pepsi en España. Ya contaba con un dato llamativo de su trayectoria reciente. Había sido nombrado portavoz económico del partido, uno de los puestos más importantes en la dirección, pero resulta que casi nunca hablaba de economía en Twitter. Las redes están para ajustar cuentas con el enemigo, era su lema.

No ha trascendido si De Quinto recibió algún toque de la dirección del partido. Es muy posible, porque pasó a modo silencioso en Twitter. Hasta que este domingo sucedió un hecho inaudito. El diputado de Cs tuiteó sobre economía. Una vez, que tampoco hay que pasarse. Para rechazar una subida de impuestos, el tuit comparaba al Estado con una empresa, el ejemplo habitual de alguien que no conoce muy bien cómo funciona el Estado y la economía de un país, y mucho menos en época de crisis.

Confundir a los ciudadanos con clientes –o consumidores de refrescos– es como reconocer tus limitaciones para entender la economía. Hacerlo en un partido que se llama Ciudadanos tiene su gracia perversa. De Quinto tiene la ventaja de que, como agosto no existe, su formación no se lo puede tener en cuenta. Veremos qué tienen que decir cuando su portavoz económico sufra otro ataque de ira incontrolable en los meses del otoño.

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