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CRÓNICA

La factoría de aniquilación de Pedro Sánchez pisa el acelerador

Pedro Sánchez en el Congreso el 30 de mayo.

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Un gran impostor. Un gran embustero. Una ambición desaforada. Ha vaciado el partido de su conciencia política. Tiene el síndrome de las rubias. El personaje de Sánchez nace de un complejo muy profundo. Toda su estrategia ha pasado por convertir el país en un escenario de lucha fratricida. 

Es una selección de las frases dedicadas a Pedro Sánchez por las personas citadas en un perfil del presidente del Gobierno publicado el pasado fin de semana en El Mundo. Un auténtico trabajo de demolición en el que es imposible encontrar una opinión medianamente positiva. Con la excepción de un par de frases, nada que ayude a entender el contexto de las decisiones de Sánchez, por ejemplo las críticas recibidas. 

Si el líder del PSOE fuera todo lo que sus enemigos dicen de él, habría que considerarlo un genio del mal. Un Fu Manchú de la política española. El Thanos de la polarización que hará desaparecer España con un chasquido de dedos. 

“Es lo más infame que he leído en mi vida”, escribió Óscar Puente, alcalde socialista de Valladolid. “Ya no se trata de argumentos políticos. Es la descalificación del ser humano”.

Ese fue el discurso del Partido Popular incluso antes de que comenzara la legislatura que acaba de terminar. Ocho meses después de la moción de censura que llevó a Sánchez a Moncloa, Pablo Casado anunció que el presidente no podía seguir en el poder. “Pedro Sánchez es un presidente ilegítimo. No puede seguir en el Gobierno de España”, dijo en febrero de 2019.

En una sola mañana de ese mes, Casado le llamó traidor, felón, ilegítimo, okupa y otros cuatro insultos más. Las dos elecciones de 2019 no cambiaron el estilo de las invectivas. El paso por las urnas no le dio a Sánchez una autoridad destacable a ojos del PP. Admitir la legitimidad democrática que conceden los votos pasó a ser una forma de complicidad con el enemigo.

La estrategia de Moncloa de intentar atraer el apoyo de los votantes de Ciudadanos en la campaña de los comicios de noviembre de 2019 fracasó de forma rotunda. Para ello, Sánchez hizo promesas que no podía cumplir, como conseguir la extradición de Carles Puigdemont sólo porque el fiscal general es elegido por el Gobierno, además de algunos comentarios que pretendía convertir en titulares ingeniosos, como lo de que no podría dormir con Pablo Iglesias de vicepresidente, y que después obviamente se volvieron en su contra.

Fue un discurso fallido que no movió prácticamente un solo voto y que concedió una baza propagandística real a la oposición. El resultado de las urnas en noviembre –el PSOE perdió tres escaños y sus futuros socios, siete– dejó claro que la única alternativa a un acuerdo con Unidas Podemos era volver a repetir las elecciones. De ahí que en menos de 24 horas tuviera claro que tenía que frenar y dar marcha atrás.

Ese giro forzado por el veredicto de las urnas iba a ser rentabilizado por la oposición. Nadie rechaza regalos tan jugosos. No hasta el punto de negar legitimidad democrática al Gobierno. Como es habitual, fue Isabel Díaz Ayuso quien llevó más lejos la acusación. Un Sánchez “totalitario e ilegítimo” está conduciendo a España a la misma “deriva totalitaria de la Segunda República que desembocó en la discordia y en la Guerra Civil”, dijo en enero.

Alberto Núñez Feijóo ha intentado en ocasiones no alcanzar esos extremos, lo que no quiere decir que haya aceptado las reglas del juego político. Ha jugado con las palabras en el Senado para decir que Sánchez sí es “legítimamente presidente” para afirmar acto seguido que “lo que no es legítimo es lo que está haciendo”. Cómo puede ser cierto lo primero sin que lo sea segundo es uno de esos enigmas en los que se mueve cualquiera que intente interpretar las palabras de Feijóo.

“Sería bueno tener un PSOE constitucionalista, pero lamentablemente no lo es”, ha dicho este mes. Resulta sectario sostener que toda la izquierda está fuera de la Constitución, de la misma forma que también lo sería decir lo mismo de toda la derecha, incluso a pesar del boicot de la renovación del CGPJ.

No fue necesario que Sánchez presidiera un Gobierno de coalición con Unidas Podemos para suscitar esta furia. Un editorial de El País reclamaba su cese en octubre de 2016 con el mismo nivel de descalificación personal que luego fue normal en la derecha. Lo tildaba de “un insensato sin escrúpulos que no duda en destruir el partido que con tanto desacierto ha dirigido antes que reconocer su enorme fracaso” en las elecciones de 2015 y 2016.

Dirigido en esa época por Antonio Caño, el periódico, tradicionalmente cercano a los socialistas, había anunciado diez días antes de las primarias de 2017 que “el PSOE se asoma al abismo”, alarmado porque Sánchez había conseguido un número de avales inferior al de Susana Díaz, pero muy superior al que se preveía.

Más tarde o más temprano, la arrogancia se pega al uniforme de un presidente del Gobierno. Es posible que no alcanzara niveles excesivos con Calvo Sotelo, Zapatero o Rajoy, pero ha sido marca de la casa con González, Aznar y Sánchez. El actual presidente se acostumbró a escuchar que tenía siete vidas y que no había precedentes de su resurrección en la política después de haber sido sitiado y hundido en la miseria por su propio partido.

La propuesta de celebrar un debate a la semana con Feijóo hasta el 23J es otro ejemplo de su convencimiento de que es imbatible en un duelo personal con el líder del PP. También se sentía muy superior a Casado. Por un tiempo, creyó que podía neutralizar a Díaz Ayuso.

Moncloa es consciente de la impopularidad de Sánchez en amplios sectores de la población. Ni siquiera el CIS le sirve de consuelo. El 66,9% de la gente dice tener poca o ninguna confianza en él, según la encuesta de mayo (el dato es el 73,7% con Feijóo). No es época de grandes liderazgos refrendados por la opinión pública.

No es sólo en la derecha donde se encuentran ejemplos de desprecio personal hacia el líder del PSOE. Todo el mundo afila el cuchillo cuando se acercan unos comicios. “Pedro Sánchez sería de aquellas personas que en el Titanic sería el primero en coger el bote salvavidas”, ha dicho Joan Baldoví, de Compromís, que votó a favor de la mayoría de las leyes del Gobierno como diputado. Al menos, tuvo el detalle de no decir que pisaría la cabeza de un niño para saltar del barco. Tal y como está la política española, esto se debe considerar un gesto de distensión.

Es indudable que Felipe González y José María Aznar fueron también personalidades políticas en su tiempo que provocaron grandes adhesiones y odios inagotables. La crispación no empezó con el fin del bipartidismo. Contra González, valía todo, según reconoció uno de sus rivales. “La cultura de la crispación existió porque no había manera de vencer a González con otras armas”, afirmó en 1998 Luis María Anson, exdirector de ABC y La Razón. “Hubo que elevar la crítica hasta extremos que a veces afectaron al propio Estado”.

Los medios de comunicación conservadores siempre se mostraron muy críticos con Sánchez, lo que no es sorprendente, pero ha sido en los últimos meses cuando periodistas o presentadores de televisión muy conocidos han convertido sus programas en una serie de diatribas constantes contra Sánchez. No hay semana en que Ana Rosa Quintana, Pablo Motos y hasta Iker Jiménez no lancen los ataques más duros. Se ha entablado una competición para ver quién suelta la frase más tremenda sobre el presidente y su Gobierno. Si tienen éxito, algunos exigirán su recompensa.

Enfurecida por la denuncia de Sánchez de que habrá programas que cuenten “insultos y descalificaciones” sobre su Gobierno, Quintana se dio por aludida y le devolvió en su programa de Telecinco el mismo ataque. “Trumpismo en estado puro”. La derecha ha adoptado esa táctica: no somos trumpistas, porque el único trumpista es Sánchez. Problema solucionado.

Con Sánchez, la crítica siempre termina siendo algo personal. Simboliza todos los defectos. Es un mentiroso patológico. Cambia de opinión cada día. No tiene principios. “El presidente vive impugnado por su propia palabra. La de ayer refuta la de hoy y la de hoy desmentirá la de mañana”, ha escrito Ignacio Camacho, columnista de ABC.

Esta última frase es compatible en la derecha con afirmar que Sánchez tiene como meta poner en peligro la democracia o la unidad de España. Esa tentación totalitaria de la que le gusta hablar a Ayuso. Si alguien tiene ese objetivo en mente, está claro que alberga principios, aunque sean muy negativos para el país. Por otro lado, esos sectores de la derecha afirmaron que España era una “democracia plena” cuando los independentistas catalanes la cuestionaron. Una democracia en buen estado es capaz de resistir las pulsiones autoritarias de sus gobernantes.

La derecha lo ha pintado como el 'deus ex machina' que prepara el hundimiento de España con una ambición que supera lo humanamente posible en política. También como una marioneta controlada por Podemos. Las dos cosas al mismo tiempo no son posibles. 

Los políticos a veces rectifican. Cambian de estrategia si ven que no ha funcionado. Aceptan cambios en sus proyectos de ley si no cuentan con mayoría absoluta para atraer el apoyo de otros partidos. Cometen errores evidentes y deben moverse en otra dirección. Todo eso adquiere en Sánchez un aire falsario y siniestro en la descripción que hacen de él sus enemigos.

La misma ausencia completa de contexto para entender, y criticar, la conducta de un político se producía en otro artículo de El Mundo dedicado a Pablo Iglesias en noviembre de 2022, más de un año después de que abandonara el Gobierno y con la percha de su proyecto televisivo de Canal Red. En un largo texto dedicado a sus malas relaciones con los medios de comunicación, sólo había una referencia de pasada a la campaña de noticias falsas sobre la financiación de Podemos, alentadas por el Ministerio del Interior del Gobierno de Rajoy y publicadas sin rubor por varios medios.

Esa breve mención sólo servía para señalar que Iglesias había seguido apareciendo en La Sexta después de la emisión de una de esas imputaciones sin pruebas. El único objetivo del contexto tenía como intención continuar sacudiendo al muñeco.

El reportaje de El Mundo dedicado al presidente tiene un aire más inquietante de lo normal por las ilustraciones que lo acompañan. Fotos de Sánchez distorsionadas que dan al presidente un aire simiesco, como si fuera un gorila peligroso. Alguien que va a provocar en el lector una sensación repulsiva, porque debería estar en una jaula, no en el Palacio de La Moncloa.

La pregunta que hay que hacerse es si la derecha cree que necesita esa aniquilación personal para vencer en las próximas elecciones. Todo indica que la respuesta es afirmativa.

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