Recuerdo con angustia momentos de mi adolescencia, sobre todo al llegar a Sevilla. Llegar a un colegio nuevo, gente nueva… se me hacía un mundo. Pero lo peor de todo estaba por llegar: la piscina.
Creo que nunca me he sentido tan mal que cuando tocaba la hora de piscina. Un adolescente retrón, chicos nuevos, la personalidad intentando formarse, el cuestionamiento del mundo y de mi propia existencia.
Así que la piscina la peor de mis pesadillas. Tener que desnudarme frente a otros chicos a los que no conocía de nada y enseñar mi cuerpo del que no era consciente. Así que empecé a odiarme y a odiar a la gente por hacerme sentir extraño,
Es una de las cosas más jodidas que pueden pasarle a uno. Odiarse. Y ese odio no era contra la piscina o contra ellos, era contra mí. Durante mucho tiempo me odié, odié mi cuerpo por ser diferente, por salirse de la norma, por ser llamativamente distinto.
Así que la piscina simbolizaba todo aquello que odiaba. Ponía excusas para no tener que cambiarme, siempre lo hacía el último, odiaba que la gente me mirara y eso es algo que aún no entiendo. La presión social que viven los adolescentes, y hemos vivido quien nos hemos salido de la norma, es brutal.
Es terrible hasta el punto de crujirte la autoestima. Y salir de ahí es complicado. Pero es complicado porque a esa edad, y esto es común en la adolescencia, todo te parece que te mira, que te examina.
La piscina era tan odiosa que hasta iba en sandalias para que nadie se diera cuenta de mis pies, trataba de disimularlo todo escondiéndome detrás de la toalla. Y es que necesitaba la aceptación de los demás porque yo no era capaz de aceptarme a mí mismo. A partir de que empiezas a preocuparte de otras cosas todo empieza a cambiar. Ves que no eres el centro de atención, que la gente no te mira y lo más importante, que no te miraba antes.
Afortunadamente uno crece, madura, cambia los puntos de vista y aleja los fantasmas como puede. En mi caso empecé a aficionarme al agua en casa de mis padres que había una piscina comunitaria e iba cuando no iba nadie o alguien conocido, así podía tener la seguridad de que no me iba a sentir mal. Y es que uno tiene que luchar contra sus fantasmas. La discapacidad, en mi caso, me ha traído muchos dolores de cabeza, muchas frustraciones, pero también me ha servido para romper ciertos límites y llevarme a sitios que pensaba en un principio que no podría.
No volví a pisar la piscina del colegio por lo que representaba aquello, pero sí que he vuelto a nadar y a ir a otras piscinas, sobre todo con la certeza de que soy lo que soy y no hay nada mal en ello. A veces quererse es la labor más complicada que tenemos y por ahí empieza el asunto.