Huyo de lo categórico, pero hoy voy a serlo.
Desde que comencé a trabajar en la televisión como presentadora de noticias he tenido que atender a otros compañeros periodistas concediendo entrevistas o reportajes para sus medios. Casi todos muy interesados en lo paradójico que resulta el binomio no ver e informar. Que ya me dirán dónde está tal paradoja. Y no han sido pocas tampoco las ocasiones en las que me han preguntado si una imagen vale más que mil palabras. La imagen es a la par poderosa y sugerente. A la imagen no hacemos más que reconocerle virtudes. El hecho mismo de cuestionar el refrán sitúa a la imagen en un lugar VIP, porque el que formula la pregunta parte de la base de que la imagen es superior, en este caso, a la palabra. Y sin embargo, pensamos con palabras, gracias al lenguaje. Pero cuando confrontamos a la imagen con otros sentidos, los hermanitos pequeños de la vista, claramente salen perdiendo. Las personas ciegas también.
¿A qué se le presta más atención, a la vista o al tacto? Sin duda a la vista. El sentido más sobrevalorado de los cinco.
Como ciega padezco esa preeminencia de la vista casi a diario y estoicamente sufro en silencio que el criterio visual prime sobre el táctil. En silencio, porque de sobra sé que el vidente ha caído en la trampa de sus propios ojos. No existe la ilusión táctil, mientras que la ilusión óptica es la base de una disciplina tan antigua como la prestidigitación o la magia. El tacto no te engaña. Lo ideal, no obstante, es poder disfrutar del aporte de los cinco. No vayan a considerarme una extremista sensual.
El otro día me volvió a suceder: el criterio visual venció. Ocurrió en la peluquería, como podía haber ocurrido en el probador de una tienda o en cualquier otro lugar.
La peluquera me advirtió que usaría una tenacilla nueva. La dejé hacer y, al terminar, como es mi costumbre, me palpé exploratoriamente el resultado. Las ondas que me habían hecho me parecieron más cerradas de lo habitual.
-Te queda estupendo con estas tenacillas –comentó la estilista.
-Pero estas ondas son más cerradas y pequeñas, ¿no? –valoré.
-A la vista se ve como siempre, o mucho mejor, el resultado es mejor –concluyó.
Pero mis dedos me mostraban una realidad diferente de la habitual. ¿Quién llevaba razón? Sin entrar a valorar el resultado como mejor o peor, ¿eran las ondas objetivamente iguales o distintas?
Al tacto distintas. A la vista… ¿iguales o aparentemente iguales?
Si algo he aprendido en estos años sin ver es que la memoria táctil suele ser más persistente. Se te graba una distancia, algo tangible.
El resultado, aseguraba, era mejor. Si algo es mejor que otra cosa quiere decirse que hay una diferencia y esa información me había sido revelada por el tacto. Sin embargo, el resultado, aprehendido a través de la vista, era aparentemente igual y para reforzarlo se cualificaba como “mejor”.
Así que como si fuera una bola de papel inservible, mi percepción táctil fue arrojada a la papelera virtual con la siguiente frase:
-Sé lo que quieres decir, pero no es lo que se ve.
Y como no es lo que se ve, que es lo que se toca, carece de valor. Ya se sabe, “por lo visto”, en nuestra sociedad, lo que se ve es lo que cuenta. Yo no pienso discutir. Las palabras se las lleva el viento.