'El falsificador de Franco': una estafa internacional con epicentro en Sevilla

El pintor Eduardo Olaya

Lucrecia Hevia

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Esta es la historia de un bodegón de Velázquez que colgaba de las paredes del Palacio de El Pardo. Lo había comprado Carmen Polo, esposa del dictador. Y era falso.

Esta es una historia de pícaros, estafadores, falsificadores, venganzas, leyendas y secretos. Hay en ella genios del arte, poetas-marchantes-ladrones, anticuarios de barba blanca que vivían en una cueva de Alí Babá, damas de la aristocracia venidas a menos, silencios institucionales clamorosos y documentos desaparecidos. Hay maletines y bastones que ocultan cuadros de los pintores más renombrados del arte español; hay fronteras, hay magnates del petróleo. Hay timadores y timados. Y un policía diligente.

Tiene todos los ingredientes de una buena película de intriga, los mimbres para una novela de misterio. Sin embargo, es una historia real o con muchos fundamentos en la realidad. Es la historia de cómo José Arias Galán, inspector de lo que sería después la policía científica, investigó lo que se ha dado en llamar la Operación Sevilla.

Durante sus pesquisas descubrió una compleja trama de falsificación de obra de artistas italianos y españoles en los 50 y 60, cuyo epicentro era la ciudad de la Giralda, cuyo inicio era un genio vividor llamado Eduardo Olaya, que captaba la esencia de los clásicos, y cuyos timos llegaron incluso hasta la mismísima Carmen Polo, apodada la Collares.

Ahora, el hijo de ese policía, el detective Juan Carlos Arias, como una suerte de “homenaje al policía vocacional, que siempre buscó la verdad”, reconstruye la historia a partir de expedientes de su padre que tuvo que pelear en tribunales, y de documentación y testimonios obtenidos después. Y lo hace en el libro El falsificador de Franco (Editorial Samarcanda), donde completa los huecos con hipótesis y deja muchas preguntas en el aire que llegan hasta hoy.

Esta historia comienza en realidad en 1991. “Fue cuando mi padre me habló por primera vez de la Operación Sevilla, porque él nunca contaba lo que hacía de policía”, explica Juan Carlos. “Me habló de Eduardo Olaya como de un artista que había sido acusado injustamente. Para él, Olaya, alias La Baronesa, se metía en el alma de los pintores que copiaba”. “Mi padre opinaba que Olaya era un pintor fuera de serie que había sufrido una muerte civil” por estar ligado a quien no debía.

Porque Olaya, explica Arias, era el eslabón más débil pero necesario de una monumental estafa internacional de venta de falsificaciones de clásicos españoles, especialmente Velázquez y El Greco (“los Greco los clavaba”).

Así lo cuenta el detective: “Olaya recibía encargos de Andrés Moro (alias El Moro), un anticuario que ocupó un enorme espacio justo enfrente de la Catedral de Sevilla. Moro, confidente de la policía y con una lista de clientela influyente y rica, utilizaba a las aristócratas con poca liquidez de intermediarias para vender en sus propias casas cuadros falsos como auténticos”.

Arias cuenta que no es lo mismo vender un cuadro “en el anticuario” que si “viene revestido del rancio abolengo de una familia antigua”. Así lograban que los lienzos se vendieran por mucho más dinero de lo que costaban y con la pátina de veracidad que necesitaban.

En esta historia hay gentes de Madrid, como De la Puente Egea, marchante que “murió misteriosamente envenenado cuando supo de las detenciones que se produjeron al principio”. Hay personajes como Stanley Moss, un comerciante de arte estadounidense, aún con vida, que fue multado y sancionado en numerosas ocasiones por traficar con obras de arte en España, y que era el encargado de “colocar” los cuadros falsos en el mercado internacional.

Y timados. Como el magnate Algur Hurtle Meadows que cuando quiso montar un museo con la obra adquirida, le dijeron que el 80% de lo que había comprado era falso. O Carmen Polo, la obsesiva mujer del dictador, que adquirió un bodegón de Velázquez a una aristócrata y se lo enseñó, incluso, “a Eisenhower durante una visita recogida en el NODO”.

Cuenta Arias que Franco, al saber que era falso, mandó venderlo al Museo del Prado. “El bodegón tiene que estar en los fondos no inventariados del Museo del Prado, en algún sitio maldito”, afirma. Aunque “en el Prado me aseguran que no se compró nunca un cuadro a Franco”.

Del resto de los “cientos” de copias que pintó Olaya (unos 300 calcula), Arias sospecha que “hay cuadros suyos en casas señoriales de Sevilla y Madrid, en la colección de los Alba, en el Thyssen, en galerías nacionales del Reino Unido, Australia, Washington, Grecia, Otawa... y otros puntos de Europa. Porque sospecho que la mayor parte de lo que vendió Moss era falso, y era obra de Olaya”. Poquísimas han sido las pinacotecas que han respondido a las preguntas de Arias con claridad o simplemente contestado sobre las compras a Stanley Moss.

Aunque está documentado que en el 93 el Prado adquirió al marchante estadounidense cinco cuadros. Moss, por su parte, con el que el autor y sus colaboradores contactaron, no respondió a ninguno de los interrogantes formulados, sino que remitió una lista de su obra poética.

Hubo detenciones e investigación, pero toda la Operación Sevilla quedó en nada, “ocultada”, asegura Arias, cuando se supo la implicación de la familia Franco. Tampoco llegaron lejos las multas y sanciones por tráfico de obras de arte. El propio Moss de los sesenta daba una dirección en el Hotel Palace de Madrid, donde remitían a otra en EEUU y la multa no se pagaba. Eso sí, hubo “dos víctimas” a juicio del detective: el inspector José Arias Galán, al que intentaron penalizar después de esa investigación, y el pintor y copista Eduardo Olaya, al que quisieron convertir en cabeza de turco de una trama mayor.

Hoy, explica Arias, “hay métodos científicos de sobra para averiguar si son falsas las colecciones o no. Más allá de informes de idoneidad que muchas veces reivindican. Ahora mismo es imposible que nos cuelen un cuadro falso. Pero los que llegaron en aquella época deberían revisarse porque en museos públicos estamos hablando de dinero público”, reclama.

Por ejemplo, un bodegón de Velázquez. Porque quizás, ese bodegón aparezca alguna vez en los almacenes del Prado. Quizás resulte que sí está en sus fondos. Y quizás se usen estos métodos avanzados para saber si el cuadro que compró Carmen Polo en Sevilla era obra, no del clásico español, sino de aquel hombre que pintaba en un pequeño estudio del barrio sevillano de Nervión, y al que todos llamaban La Baronesa.

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