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Muere Virgilio Peña, el cordobés que sobrevivió al campo de concentración de Buchenwald

Virgilio posa en mayo de este año con una medalla conmemorativa de su paso por Buchenwald /FOTO: Carlos Hernández

Carlos Hernández

“Vuestra lucha es mi lucha, estoy con vosotros de todo corazón. Y quiero deciros algo más: yo he sufrido para que haya bienestar en España… y en estas elecciones… ¡a ver si os espabiláis!”. Con esta vehemencia, pasión y sentido del humor se dirigía Virgilio Peña el pasado 25 de junio, jornada de reflexión, a los responsables de Izquierda Unida de Espejo (Córdoba) y a varios de sus paisanos que habían conectado con él a través de Skype para darle la enhorabuena.

A sus 102 años, el viejo luchador cordobés seguía en su exilio francés; se encontraba en el Ayuntamiento de la localidad de Billère recibiendo la Legión de Honor, la más alta condecoración que concede nuestro vecino del norte. Virgilio había aguantado sereno y feliz toda la ceremonia pero no pudo evitar emocionarse en el momento de “transportarse”, gracias a las nuevas tecnologías, hasta su querido Espejo: “Vais a conseguir que me pase lo que no me ha ocurrido nunca… que se me salten las lágrimas. No por mí, sino por mi pueblo, por vosotros, por mi familia… así que un abrazo, no digo fuerte sino que se os coja el cuello”. La sencillez, la fuerza, el compromiso, la ironía, la lucha infinita de Virgilio Peña se apagaron durante la madrugada del miércoles. Con él se marcha uno de los últimos testigos directos de la etapa más negra de nuestra historia reciente.

Contra Franco y contra Hitler

“¿Me preguntas por qué luché a favor de la República? Anda que vaya cojones que tienes tú también, mira que preguntarme eso. Pues luché por ella porque era lo mejor que habíamos tenido hasta ese momento en España. ¿Tú sabes lo que era trabajar de sol a sol en los campos de Córdoba con ese calor y por un salario de miseria? Yo empecé a segar el trigo con 16 años, era casi un niño. Cuando llegó la República aprobó una ley implantando la jornada laboral de ocho horas. ¿Tú sabes lo que supuso eso para mí? Tenía tiempo para descansar. Yo que era un semianalfabeto comencé a estudiar porque tenía unas horas libres…”. Con estas palabras sinceras y directas contestó Virgilio a la primera pregunta que le hice para mi libro Los últimos españoles de Mauthausen. En aquel momento físicamente aparentaba 75 años pero hablaba de su lucha con la pasión de un veinteañero y con la sabiduría atesorada durante su siglo de vida.

Aquel joven jornalero condenado al analfabetismo por terratenientes andaluces que actuaban como verdaderos esclavistas, tuvo muy claro en esos días de julio de hace exactamente 80 años que su sitio estaba al lado la joven y amenazada República. Tras ayudar a sofocar la sublevación franquista en su pueblo, combatió en diversos frentes de Andalucía y en batallas decisivas como la de Teruel o el Ebro. Cuando cruzó la frontera en febrero de 1939, huyendo del avance franquista, lucía los galones de capitán y dos heridas de guerra. Su objetivo, como el de la mayor parte de sus compañeros, era tomar un barco para regresar a la zona que aún controlaba el Gobierno republicano y seguir combatiendo. Sin embargo las autoridades de la Francia democrática les desarmaron y les encerraron en campos de concentración.

Virgilio pasó varios meses entre las alambradas y la arena de Barcarès y Saint-Cyprien. En este último campo se incorporó a la 226ª Compañía de Trabajadores Españoles del Ejército francés con la que preparó la defensa del país ante la inminente invasión alemana. De poco sirvieron sus esfuerzos, Hitler tardó poco más de un mes en ocupar toda Francia y capturar a cerca de dos millones de soldados franceses, holandeses, británicos y republicanos españoles. Virgilio no estaba entre ellos; logró escapar del cerco alemán y refugiarse en una zona segura.

Tenía 26 años y podría haber pasado el resto de la guerra trabajando en el campo pero optó por incorporarse a la resistencia. Virgilio consiguió que le contrataran como albañil en la base de submarinos de Burdeos y allí realizó pequeñas pero eficaces acciones de sabotaje. Todo cambió en marzo de 1943 cuando la policía de la Francia colaboracionista le detuvo: “Me delató un compañero porque le apalearon y cantó como una almeja”.

Torturado y deportado a Buchenwald

La policía francesa me torturó durante una semana. Me pusieron las costillas más negras que la capa de un torero“, recordaba Virgilio sin perder su eterna sonrisa. Finalmente pasó a manos de la Gestapo que le metió en un tren rumbo hacia Buchenwald. Ese interminable trayecto fue, quizás, el momento más duro para él. Centenares de prisioneros se hacinaban en el interior de los vagones sin apenas aire que respirar, ni comida ni agua: ”Yo arrimaba la nariz a los tornillos de la pared del vagón, que estaban cubiertos de pequeñas gotitas, parecía como si sudaran, y pasaba mi lengua por allí para intentar refrescarme un poco“. Algunos de sus compañeros de viaje no lograron llegar con vida a su destino.

En Buchenwald, Virgilio volvió a tener suerte. Los kapos, prisioneros que ejercían como ayudantes de los SS, eran antiguos miembros de las Brigadas Internacionales: “El trabajo era muy duro pero cuando volvíamos a las barracas podíamos descansar y nos sentíamos seguros”. En el año y medio que estuvo en el campo compartió cautiverio con otros 600 españoles, vio morir a decenas de ellos y temió ser víctima de los experimentos médicos que realizaban en la enfermería los médicos de las SS.

El 11 de abril de 1945 participó en la revuelta que los presos organizaron para liberar el campo, aprovechando la desbandada nazi y la inminente llegada de las tropas estadounidenses. La libertad tuvo un sabor amargo; Virgilio recibió la noticia de que su hermano Hirilio había sido asesinado en el campo de concentración de Gusen; pocas semanas después, todos los supervivientes españoles constataron que los Aliados no tenían intención de acabar con el último dictador fascista que quedaba en Europa. Franco se quedaba con España y a Virgilio y sus compañeros solo les quedaba afrontar un segundo exilio.

Héroe en Francia, olvidado en España

Virgilio Peña encontró trabajo y formó una familia en la localidad francesa de Billère, próxima a la ciudad de Pau, donde pasó el resto de su vida. Nunca dejó de mirar hacia España pero acabó asumiendo la cruda realidad: “Francia nos ayudó y también reconoció nuestra lucha y nuestro sufrimiento; España… nada”, solía decir. La única satisfacción que vino de su patria se la dio su pueblo natal, Espejo, que le brindó varios homenajes y puso su nombre a una calle. A nivel estatal, la última promesa incumplida fue la proposición no de ley que instaba al Gobierno a reconocer y homenajear en 2015 a los supervivientes españoles de los campos nazis. El Congreso la aprobó por unanimidad a comienzos del pasado año pero el Ejecutivo ha debido enterrarla en alguna cuneta.

“Se sentía muy feliz porque le habían dado la Legión de Honor, –nos dice su hija Evelyne– pero cuando le tuvieron que ingresar en el hospital se marchó convencido de que jamás volvería a casa. Habló con nosotros y lo dejó todo preparado… pero eso sí, no dejó de bromear con las enfermeras hasta el último minuto”. Así era Virgilio Peña: un cordobés que sobrevivió a dos guerras, a un campo de concentración nazi, a un largo exilio y a un eterno e injusto olvido pero que murió sin rencor, con una sonrisa en la boca y sintiéndose, ante todo, un luchador antifascista.

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