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Cómo se vive el sexo tras una agresión: “Me obligaba a mí misma a intentar tener orgasmos y me hacía daño”

Una víctima de violencia machista no quiere dar la cara

Belén Remacha

De entre todas las cosas que hizo después de sufrir una agresión sexual, Marta destaca dos: cambiar la orientación de todos los muebles de su cuarto y raparse el pelo.

La primera se debe a que todo pasó ahí, en su habitación, “en mi espacio”. Era abril de 2017, tenía 20 años y había invitado a dormir a un amigo y una amiga de la ONG en la que colaboraba porque ellos vivían lejos de donde se había celebrado una fiesta. En medio de la noche, él la agarró, la tocó y se masturbó sobre su cuerpo sin su consentimiento. Marta solo pudo quedarse parada, tensa y con miedo. Por no haber habido penetración ni violencia explícita, solo lo denunció internamente en la organización que compartían.

La segunda cosa que destaca que hizo esos meses, raparse, la ha detectado como patrón común entre otras chicas que han vivido agresiones similares con las que ha hablado. Es un gesto que lo identifica en ella misma por un lado con una intención de empezar de cero y por otro con su falta de autoestima y las ganas de “no ser consumible”: “No quería que me mirasen por la calle ni que me deseasen. Quizá era una forma de renunciar a la feminidad. Me daba asco mi cuerpo. No exactamente porque me viera fea, sino porque no estaba reaccionando como yo quería y me enfadaba con él”.

Marta, que ahora tiene 22 años y sigue llevando el pelo muy corto, se refiere a la frustración que vivió después de la agresión y que aún colea año y medio después. Describe así aquel tiempo: “No lubricaba, el clítoris no reaccionaba. No sé muy bien cómo explicarlo, era como si todo estuviera muerto”. Cuando todo sucedió ella ya se encontraba en un proceso avanzado de terapia, por ansiedad y por una depresión que arrastraba de otra relación abusiva en la adolescencia, pero aquel episodio constituyó un 'boom' y un retroceso en su mejora.

Ella define su vida sexual anterior con algún altibajo pero activa y “sin prejuicios”. Pero desde esa noche todos los síntomas de ansiedad se magnificaron y se concentraron en ese aspecto: “Se me quitaron por completo las ganas. Empecé a tener una actitud autodestructiva. Me obligaba a mí misma a masturbarme, a intentar tener orgasmos, y me hacía daño. Me recuerdo llorando en la ducha”.

Durante meses no quiso relacionarse afectiva ni sexualmente con absolutamente nadie, ni chicos ni chicas. En octubre de 2017, seis meses después de que pasase, conoció a un chico que le gustaba, pero con el que rechazaba cualquier contacto físico. Se “obligó” a quedar con él a pesar de ello. Hasta marzo apenas se habían besado, “rehuía que me tocara”. Entonces intentaron acostarse, pero ella no era capaz.

Sentía un intenso dolor por el bloqueo de su cuerpo que le impedía la penetración, hasta tal punto que llegó a acudir al ginecólogo porque le salieron heridas. Las confundieron con un brote de herpes, del que tenía antecedentes: “Contaba que me dolía y aun así me hacían ecografías vaginales y me hacían más daño. Luego simplemente me recetaban medicamentos porque daban por hecho que era herpes, a ver qué tal me iba con el Aciclovir. Me pillé una llorera pensando: ¿encima ahora voy a contagiar a mi novio?”.

Marta, que estudia Enfermería, echa en falta que la Atención Sanitaria esté más “preparada” para las secuelas de las agresiones sexuales. No fue hasta el cuarto médico al que acudió, en mayo de este año, que un profesional le hizo caso y le mencionó el vaginismo: “Es un dermatólogo, pero está en un centro de prevención de ETS y metido en el tema de relaciones sexuales. Antes me habían mandado hasta al endocrino. Fue la primera persona que me ayudó y me dijo que se podía hacer algo”.

Con sus consejos, la terapia y “forzándome, porque no quiero dejar que eso me marque toda la vida” está mejor “aunque no normal. A veces cuando estoy con mi novio en la cama tiemblo, me echo a llorar”. Hasta agosto de 2018, casi un año y medio después de la agresión, no logró tener un orgasmo sola; este septiembre lo ha conseguido un par de veces con su pareja. “Me picaba darle demasiado mérito a él, pero es verdad que es importante tener a gente alrededor que te tranquiliza. Y que tus parejas sexuales te entiendan y respeten”.

“Hay que hablar de ello cuando sea el momento”

Llevar a cabo una evaluación psicológica que tenga en cuenta posibles antecedentes en abuso sexual es una de las primeras recomendaciones de la Guía de Buena Práctica Clínica en Disfunciones Sexuales elaborada por la OMC, la Organización Médica Colegial. Entre las causas más frecuentes del vaginismo se encuentran según esa guía “sentimientos de culpa, traumas sexuales o conflictos de pareja”. Parecido ocurre con la anorgasmia, que se relaciona con experiencias traumáticas y ansiedad.

Sonia Cruz Coronado, psicóloga de la fundación ASPACIA –entidad gestora del Centro de Atención Integral a Mujeres de Violencia Sexual de la Red de Violencia de Género de la Comunidad de Madrid–, explica que la “evitación de la sexualidad” es un síntoma totalmente habitual tras una agresión, aunque deja claro que “no siempre se da y no por ello podemos deducir que la persona no la haya sufrido: no todo el mundo reaccionamos igual ante una situación traumática, y depende de factores como el tipo de violencia sexual, si ha sido algo puntual o crónico, o la historia de vida de la víctima”.

“Otro síntoma es la ansiedad, que es incompatible en muchas ocasiones con el placer sexual”, reitera. Ellos están especializados en tratar secuelas emocionales porque en la mayoría de los casos “no hay lesiones físicas. Se tiende a minimizar la gravedad por ese imaginario de violador desconocido que usa la fuerza, pero muchas veces hay manipulación, chantaje o un bloqueo de la víctima, que se resuelve en una respuesta del cuerpo en forma de parálisis”.

Explica que en la asistencia a mujeres hay que ponerlas a ellas en el centro y cuidar de que en todo momento sea un proceso “desculpabilizador”, en el que se “prevenga la revictimización” y se las “empodere”. Por ello, ven importante tratar su relación con la sexualidad “cuando sea el momento más adecuado, cuando ella lo decida. Es algo de lo que a veces cuesta más hablar, o da vergüenza”. Lo contrario puede provocar el efecto adverso de que se ahonde en la herida. 

Mónica Ortiz, psicoterapeuta y sexóloga, coincide en lo importante que es que ellas “marquen el ritmo”. Trata de que sus pacientes comprendan que su dificultad es un “mecanismo de protección, y es normal. El deseo lo perciben como algo peligroso y de ahí el bloqueo”. Una parte de su tratamiento de este problema consiste en “retomarlo todo, volver a comenzar nuestra relación con el sexo. Teniendo en cuenta, además de la agresión en sí, todo el 'sumatorio' de vivencias que nos han podido dañar anteriormente”.

“Lo que ocurre es que se hace una asociación negativa directa entre la vida sexual y la violencia sufrida. El objetivo de la terapia es romper esa unión”, añade Sonia Cruz desde CIMASCAM. Ella, igual que Mónica Ortiz, concluye que, se alargue más o menos, la recuperación es posible y pasa, casi siempre, por expresarlo en voz alta cuando se esté lista: “Que es mejor no remover es un mito. Cuanto más se trabaje en esta perspectiva, más se reconstruirá lo que ha destruido el agresor”.

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