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Un par de guantes azules “del confinamiento” inflados para Mauro

Begoña García, madre del niño autista Mauro Castro, coloca en su jardín una serie de globos azules para conmemorar el "Día Mundial del Autismo" y pedir solidaridad con el colectivo de personas con transtorno del espectro del autismo (TEA) y sus familias, este jueves en Santiago de Compostela.

EFE

Santiago de Compostela —

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En casa de Mauro, un niño de ocho años de Vista Alegre, un barrio compostelano, no había este jueves globos azules que colocar en la ventana, pero sí en cambio un par de guantes “de confinamiento” justo de ese color, el quinto del espectro solar. Sus padres los inflaron. Y reposan en la barandilla.

Begoña García era dependienta de una tienda de ropa para los más pequeños del lugar. Cuando dio a luz, dejó su empleo. Su hijo tiene un trastorno del espectro autista (TEA) e hidrocefalia, un aumento anormal de la cantidad de líquido cefalorraquídeo en las cavidades del cerebro. No habla. Pero sí dice “mamá” y “papá” desde que era bebé.

El padre es Alejandro Castro, un comercial de coches usados, el que lleva el sueldo con el que van “tirando” a esta vivienda, que cuenta con un pequeño jardín, para ellos un respiro, pese a que su único hijo podría circular por la vía pública con un acompañante.

Les cuesta asumir lo del “distintivo” que se suele emplear para esas salidas, pues si bien en esta jornada, la del Día Mundial del Autismo, es algo simbólico, el resto de días semeja casi “marcarlos como al ganado”.

La tonalidad elegida para esta efeméride internacional, la de concienciación para con una patología de origen neurobiológico que afecta a la percepción y al procesamiento cerebral de la información, y cuyas causas no se conocen, no es en absoluto baladí.

Los días a veces son brillantes como el mar en verano; y, en otras ocasiones, se oscurecen y el matiz es ya más de tempestad.

La mirada delicada y sensible de Begoña, la misma que la de su marido Alejandro, aplaca esas situaciones, a la postre inevitables.

La manera de entender la convivencia de ambos es, desde luego, lo más parecido a una catarsis. Impresoras, paneles, imágenes claras y sintéticas que transmiten ideas o situaciones... En definitiva, lo necesario para poner a disposición de Mauro el acceso a los mensajes simples, breves y de manera inequívoca.

Vivencias cotidianas y fantásticos dibujos lo ayudan a comprender el mundo.

Es un menor “muy de rutinas”, explica a Efe su progenitora, y, con un optimismo contagioso, dice que a donde más apunta Mauro con su mano es a la imagen de sus profesoras, a las que echa mucho de menos, y con las que mantiene contacto por videoconferencia, al igual que con sus compañeros, que incluso han leído cuentos para él.

Va al colegio de Vite, muy próximo, y, de manera combinada, a un centro privado de educación especial, Aspanaes. Antes del decreto de alarma, se habían atrevido con la piscina, a la que sin duda van a volver a llevarlo.

“Hoy se levantó cruzado. A veces se pone rabioso porque se le queda el espacio pequeño. Por suerte tenemos este terreno”, afirma Begoña, a la que se le llena la boca al hablar de su “menudo”, al cual define como “un hombrecito súper feliz, alegre” y del que cuenta que “le encantan los besos, los abrazos, los achuchones de todo tipo y a todas horas”.

No le emociona la televisión, sí los móviles, y tampoco tiene un juguete preferido, aunque disfrute con los coches y con sus sirenas.

Pegados a Begoña, viven sus suegros, que cooperan en todo lo que esté a su alcance.

La “Bego” está hoy de cumpleaños, 43, “justo en el día del autismo; todo en mi vida parece una señal”.

En las felicitaciones, hubo quien le dijo que vaya pena tener que soplar las velas con una reclusión por medio, pero da igual, ella está contenta con tener a los suyos a buen recaudo y, sobre todo, sanos.

Su hermana, cajera de supermercado, y por la que está preocupada, pues como profesión imprescindible cumple con su trabajo, también se encuentra perfectamente.

Los ojos se le empañan a Begoña al referirse a la madre de ellas. Es entonces cuando su rictus cambia radicalmente. Padece esclerosis lateral amiotrófica (ELA) y no habla. Una persona especializada, su cuidadora, la atiende durante las veinticuatro horas del día. Antes de la crisis sanitaria, habían “mirado por una residencia” y, en la actualidad, aplaude que al final no cuajase aquello. “¿Otra señal?”, se pregunta.

Para un paciente aquejado de ELA, el contagiarse de Covid-19 sería “terrible”. Así las cosas, la ve más segura en su domicilio, en el que está conectada a un respirador.

“Mi hijo no habla. Mi madre tampoco. Pero ella ni puede hacerse entender”, solloza Begoña. Y hace bien. Es importante “desahogar”.

Mauro estuvo en logopedas. Esta gallega vivió con frustración el día en el que el crío cumplió tres años. Una profesional les había indicado que si a esa edad no había desarrollado el habla, que se olvidasen. Pero hubo otra segunda opinión. “Si tiene capacidad, arrancará”.

Y, sea como fuere, vaya a ser o no así, “él se comunica con expresiones, gestos, y con muchos métodos, porque es muy listo”.

De tal palo, tal astilla. Begoña ha tirado de esos recursos para explicarle, al comienzo del encierro, que un “bichito” andaba fuera y no se podía salir para no saturar a los médicos con gente enferma.

Ahora, ha hecho de nuevo lo propio en su día, en su aniversario. “Protección Civil felicita, ¿verdad? Pues contacto con ellos. No por mí, por él”. Porque a Mauro le entusiasma el sonido del claxon.

Ana Martínez

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