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Por qué indigna tanto el máster de Cifuentes: el golpe de gracia a un relato generacional

Cerca de 7.000 estudiantes de Grado han iniciado este lunes en la Universidad las clases del curso 2014-15

Belén Remacha

Era 2012, el mismo año que ha afirmado Cristina Cifuentes que presentó un TFM del que no hay rastro ni constatación, cuando José Ignacio Wert anunció su luego conocido como “tasazo” universitario. El número de alumnos y alumnas de Grados bajó desde entonces hasta 2016 en 127.000 personas. Las matrículas de máster, sin embargo, no dejaron de aumentar a pesar de la subida de sus precios. Una tendencia esperable ya que, con la implantación de Bolonia, la vía para completar la formación y adquirir lo equivalente a la antigua licenciatura pasa inevitablemente por ello.

En ese machaque a una generación –la de los que la crisis pilló siendo jóvenes y sin estabilidad económica– radica para muchos la clave de que el 'caso Cifuentes' haya trascendido más que tramas corruptas que han implicado millones de euros de dinero público. Porque no se quedaban ahí los motivos: además del enriquecimiento intelectual, todo un relato impulsaba a estudiar un máster. Una rápida búsqueda en Google da como resultado estudios que afirmaban que el 86% de los titulados con un posgrado tendrían garantizado el trabajo, o consejos para conseguir empleo antes de los 25 que invitaban a superar esa fase.

“La diferencia es que la educación superior ha sido concebida como una de las pocas herramientas de negociación en el mercado de trabajo. Que roben en el Canal de Isabel II te puede indignar, pero lo del máster sabes que te afecta directamente si has pasado por cualquiera de sus niveles”, reflexionaba Alberto Tena, investigador y activista aquellos años anteriores al gobierno de Rajoy en el colectivo Contrapoder (asociación universitaria que fue uno de los gérmenes de Juventud SIN Futuro).

En esa época previa a Wert, y durante su mandato al frente del Ministerio de Educación, muchos universitarios como Tena lucharon para –como ponía en sus pancartas– que la universidad no se convirtiese en una empresa. Pero quizá no esperaban que aquel presagio se tradujera en los mecanismos que llevaba a cabo el Instituto de Derecho Público de la URJC que ahora se están destapando: “Creo que nuestra mayor debilidad fue que solo salimos a la defensiva y sin un proyecto político sobre qué debía de ser la Universidad. En ese momento me parece que solo veíamos el problema desde una perspectiva, que era que la universidad se iba a dedicar a enseñar exclusivamente en función de lo que necesitara el mercado, asumiendo los valores del mercado como los valores del conjunto de la sociedad. En 2008-09 apenas intuíamos lo que iba a ser la crisis”.

“Toda la población lo puede entender”

“Ha tocado la fibra sensible de la sociedad porque todo el mundo sabe lo que es y lo que cuesta”, escribía Lucía Méndez en El Mundo para explicar la magnitud de un escándalo que en el PP no vieron venir. Para Berta Barbet, editora de Politikon, el máster fraudulento de Cifuentes es también precisamente eso, “algo que todos entendemos muy fácilmente. Los grandes casos de corrupción tienen una dimensión que la mayoría de personas no entendemos. Ver de golpe que hay gente que no está asumiendo costes que conocemos genera una sensación de desigualdad”.

“Incluso la gente que no ha ido a la universidad, o que no ha podido ir a la universidad en alguna de sus fases, lo entiende ”, sostiene. “Precisamente a ellos puede molestarles más, porque si no lo has hecho es por algo, sabes más que nadie lo que cuesta. En este sentido no hay una brecha”. Le ocurre eso, por ejemplo, a Adriana, que con 25 años lleva dos, desde que acabó la carrera, en un trabajo que le impide realizar estudios de posgrado pero a su vez le permite ahorrar para acceder a ellos en el futuro, algo que le gustaría: “Ya me tiraba para atrás el carácter elitista de los másters, y que su uso sea engordar el currículum. Lo de Cifuentes directamente indigna a cualquier estudiante”.

Barbet, también coautora de El muro invisible, un libro sobre las dificultades de ser joven en la España post-crisis, atiende a eldiario.es mientras hace fila para pagar los 218 euros que le quedan para finalizar la acreditación de su título de doctorado en el Reino Unido. “Siempre me puedo consolar pensando que todos estos trámites sirven para que nadie pueda conseguir un títulos universitario de forma fraudulenta”, ironiza. Habla también de lo que ha dolido todo esto en relación a una supuesta democratización de la universidad que no era tal: “La gente con pocos recursos tuvo muchas dificultades para llegar. No está necesariamente ligado a lo de Cifuentes, pero sí entronca con una sensación de injusticia, de impunidad, de que el sistema no funciona”.

La movilidad social que vendieron a nuestros padres

Estefanía S. Vasconcellos, especialista en comunicación y análisis político, recuerda ese espejismo de igualdad: “Tenemos vivencias de familias que han enviado a sus hijos e hijas a la universidad. Luego han hecho el máster, con un esfuerzo económico, por la eterna promesa de esos años de que si te formabas y esforzabas ibas a conseguir lo que querías. Además toca en un pilar, la educación pública, que era la forma de avanzar, de mejorar tu posición social o laboral. Y la desigualdad se concreta aquí en una persona a la que conocemos”.

Vasconcellos no lo limita lo generacional: “Funcionó para mis padres y los padres de mis amigos, en los 90. 'El país crece, estamos en Europa. Si les das a tus hijos lo que necesitan, lograrán esa movilidad social', nos decían”. Para ella la “trampa” se condensa en un tuit de Elías Gómez: “Antes solo estudiaban los ricos y ahora solo estudiamos los pobres”.

Irene, con 26 años y ya dos másters a sus espaldas, uno de ellos para poder ejercer de profesora de Historia –antes de Bolonia, le hubiesen exigido simplemente un curso de tres meses– lo narra de manera personal: “La realidad es que ni en este nivel de formación tengo ofertas de empleo con condiciones dignas. La sensación de frustración se añade a la de la impotencia, es un absoluto desmerecimiento a los que seguimos al pie del cañón formándonos para obtener un mejor empleo”.

Con su experiencia elaborando trabajos académicos, la cuestión del TFM 'perdido' de Cifuentes le parece “irrisioria”.“Da más de un quebradero de cabeza, implica una comunicación constante, y casi insana, con tu tutor. Es una obsesión que no acaba hasta que lo entregas. Que esta señora diga que no sabe ni dónde lo tiene es, básicamente, inverosímil”.

“Aquellos que pregonan la 'cultura del esfuerzo', resulta que también tienen que venir a ensuciar lo único que nos queda, nuestra única herramienta, que es nuestro coco”, concluye Irene. Esa suerte de burla a la meritocracia la recuerda Vasconcellos, que señala que “la propia Cifuentes la utilizaba, era su hoja de servicios”.

Alberto Tena resume que uno de los problemas es que lo asumido colectivamente era que “si te sacas un título es porque te has esforzado, y la sociedad te debe recompensar por esto”. Y esa premisa ahora también está en riesgo: “Con lo de Cifuentes da la sensación de que se está poniendo en peligro la universidad hasta como apéndice de organización de los recursos humanos del mercado. Si estalla la idea de la meritocracia, estalla la función de la universidad para el mercado, que es distribuir prestigio y legitimar los saberes”.

Desacople entre universidad y mundo laboral

El profesor de psicología social de la UCM Guillermo Fouce apunta claramente el motivo de esta indignación global, además de en la atención mediática, en que es un caso que da pie a “ponerse en el lugar: yo me esfuerzo y el otro no”. “El dinero es algo etéreo, lejano, no sabes de dónde viene ni a dónde iría. Esas grandes tramas, además, no quedan tan retratadas”, explica. Analiza también que afecta a todo el mundo y personas de muchas edades: “Es un desnudo integral en el que todos los detalles se van desglosando y se contradicen entre sí, mientras percibimos impunidad. Algo que ha sido esencial es que constituye un relato”.

Ricardo supera los 40, es profesor de español en el extranjero –prefiere no revelar más datos de su identidad precisamente para no tener problemas con su institución– y confirma que el enfado trasciende a muchas realidades y etapas de la vida: “Durante el tiempo de los años gordos de la crisis solo se nos comentaba que teníamos que formarnos”. Él pudo ser Doctor sin máster antes de Bolonia, gracias a unos cursos “que suponían tiempo, esfuerzo y una inversión de todo tipo. Y aun así, hay un problema grave de desequilibrio, por decirlo de forma amable, entre lo que se nos dijo que podíamos conseguir y lo que hemos conseguido”.

Habla, además, “en nombre” de sus alumnos de máster, “que después de todo su sacrificio, privación de tiempo, de vida, de recursos, vean que hay gente a la que se lo dan gratis, genera un cabreo importante. Y también es un insulto y desprestigio al sistema universitario español”.

Casi todos coinciden en que el caso salpica negativamente a la universidad pública en nuestro país. Pero respecto a que la formación de máster como tal se vea denigrada por este caso, Berta Barbet cree que no, “porque ya ocurría”. “Hubo un boom de las titulaciones superiores, con la llegada de la crisis hubo mucha titulitis. De golpe, tener una carrera no era suficiente, se tenía que tener un máster”, expone.

“No creo que vaya a cambiar nada porque las empresas ya eran conscientes de que había una superpoblación de gente con títulos, de que podían inflar las ofertas. Hubo un desacople muy grande entre la universidad y el mundo laboral, que ya se traducía en que los títulos tienen menos valor”. Para ella, el mayor riesgo lo corren los alumnos de la URJC. En España, en general, “llevábamos ya un tiempo en el que tener un título no era garantía de nada”.

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