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Las personas con discapacidad piden ser tenidas en cuenta en la desescalada tras un duro confinamiento

Mujer en silla de ruedas y con mascarilla antes de cruzar un paso de cebra.

Marta Maroto

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A Alejandro, de 14 años, la fiebre le encerró desde enero en casa. Sufre discapacidad física, psíquica y sensorial, todas las tipologías, y el no verse capaz de seguir las tareas por Internet durante este confinamiento le provocaba tal nerviosismo que dejó de dormir. El cierre de comercios ha hecho que Jorge Bolaños, de 46 años y ciego, requiera de la ayuda de sus hijos para hacer la compra y poder mantener la distancia social. Noelia Moya, de 26 años, tiene una discapacidad orgánica, y el colapso de los servicios sanitarios ha repercutido en el tratamiento de diálisis que necesita una vez por semana.

Casi el 9% de la población española, 3,8 millones de personas, sufre algún tipo de discapacidad, según el Instituto Nacional de Estadística (INE). Una condición que es muy diversa y tiene muchos grados. Hay personas completamente insertadas en el mercado laboral y otras que necesitan estar internas en residencias porque no pueden valerse por sí mismas. Muchas veces, las diferentes tipologías, física y orgánica, sensorial y psíquica, se entremezclan. Es por eso que el confinamiento ha afectado a cada persona de forma diferente, y las necesidades de cara a la desescalada son diversas.

Lo que sí hay que tener en cuenta de forma más generalizada es que las familias con miembros con discapacidad parten en desventaja económica. Tienen un 25% más de probabilidades de incurrir en situaciones de pobreza y cuentan con unos gastos adicionales anuales de entre 24.000 y 43.000 euros, según el Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (CERMI).

Para las personas que trabajan, la pérdida de empleo y el retraso en el cobro de los ERTE merma su capacidad económica, dentro un grupo ya de por sí muy vulnerable y perceptor de sueldos mínimos, explica Enrique Galván, presidente de la Comisión Objetivos de Desarrollo Sostenible y agenda 2030 del CERMI.

Una realidad que reduce el acceso a dispositivos y manejo de tecnología, algo que ha sido fundamental durante el confinamiento para tener la opción de teletrabajar, poder consumir información y entretenimiento o estudiar. En el caso de Alejandro, su madre también tiene discapacidad y sufre epilepsia, con lo que no puede pasar tiempo delante de un ordenador. “No podía ayudarle con sus tareas de clase y me entraba mucho agobio”, cuenta por teléfono desde Cádiz.

Por eso, una de las principales reclamaciones es la necesidad de tecnología adaptada a las diferentes capacidades de cada persona. Marta Casado, de 29 años, es sorda y pide que las escuelas y lugares de trabajo tengan en cuenta y refuercen con notificaciones escritas la comunicación con las personas que no pueden seguir las videollamadas. Otras de las dificultades de comunicación a las que se enfrenta Marta en esta nueva normalidad son las medidas sanitarias como el uso de mascarillas, la distancia social e incluso las mamparas que le hacen imposible leer los labios y entender una conversación.

Demanda el uso de las mascarillas transparentes y que la información y restricciones de aforo en lugares como el transporte público se señalicen por escrito y no solo a viva voz. Por su parte, Jesús Fargas, con una discapacidad del 47%, y su mujer, del 81%, reivindican un carnet que identifique a las personas crónicas y de riesgo para que sean atendidas en los hospitales de forma diferenciada. Y Noelia Moya, con discapacidad orgánica y defensas muy bajas por el tratamiento, cuenta que estaría más tranquila si el hospital al que debe acudir tres veces por semana para el filtrado de sangre le hubiera dado cita en horarios de poco tránsito, en las horas que coinciden con el paseo de los ancianos (hasta que el próximo 21 de junio termine el estado de alarma), para evitar posibles contagios en un autobús que vuelve a estar muy concurrido.

Los usuarios de residencias también exigen formar parte de los planes de desconfinamiento. Galván (CERMI) explica que es necesaria una mayor inversión por parte de las comunidades autónomas para las residencias y centros de día, porque va a haber que reorganizar espacios para permitir la distancia social y reducir grupos, aumentando personal.

Las residencias de personas con discapacidad no han sido un foco tan grande de contagios como las de ancianos, entre otras cosas porque las edades de los usuarios abarcan de los 18 a los 70 años, es decir, incluye edades con menor riesgo. Por ejemplo, de las 17.000 plazas con las que cuenta Plena Inclusión, una organización dentro del CERMI que atiende a las personas con discapacidad intelectual y del desarrollo, han fallecido 180 con síntomas compatibles con coronavirus (poco más de un 1%).

En la residencia privada de María Felisa, a excepción de dos monitores, no ha habido ningún contagio entre el centenar de usuarios de las instalaciones. Ella, que cumplió 55 años durante el confinamiento, no ha visto sus rutinas excesivamente alteradas por el estado de alarma. Es totalmente dependiente, perdió el habla desde muy pequeña y el autismo le ha hecho desarrollar diferentes tipos de trastornos obsesivo compulsivos que, por ejemplo, le hacen tocar todo lo que ve, quitándose los guantes. Por eso, para prevenir el contagio en personas como ella es crucial la desinfección y limpieza estrictas del centro, explica su psicóloga, María Ángeles.

“Faltan pies para zapatos, porque necesitamos que la gente se ponga en los zapatos de los demás”, apunta Silvia, madre de Alejandro, que pide responsabilidad con las personas de riesgo y más vulnerables. “Siempre hay que tener mucha fuerza para tirar para delante, pero hay que tener mucha precaución y que la gente que se ponga la mascarilla”, pide.

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