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Las vacunas de la COVID-19 han llegado mucho más rápido de lo normal ¿o las otras van demasiado lento?

Imagen facilitada por la farmacéutica Pfizer que muestra viales de la vacuna para la covid-19 en un laboratorio. EFE/EPA/PFIZER HANDOUT

Sergio Ferrer

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“Segura, efectiva y potente”. Con estas tres palabras se ha anunciado una vacuna desarrollada en tiempo récord, tras mostrar una eficacia de hasta el 90 % en un ensayo clínico de menos de un año de duración. Se espera que salve incontables vidas. ¿COVID-19? No, hablamos de la vacuna de la polio que fue presentada por todo lo alto en 1955.

Creada en 1952 y probada en 1953, la vacuna de la polio se estudió a gran escala en 1954 con más de un millón de niños antes de ser aprobada en 1955. Sin embargo, hoy vemos estos medicamentos como productos que tardan incluso décadas en llegar al mercado. La de las paperas, desarrollada en los 60 en cuatro años, se presenta como una excepción.

Entonces, ¿cómo es posible que tengamos ya vacunas contra un virus cuya existencia ignorábamos hace un año? Existen varias explicaciones no mutuamente excluyentes, pero la más desalentadora queda resumida con una frase digna de Mr. Wonderful: a veces “si quieres, puedes”, pero la industria farmacéutica no siempre quiere.

“Teníamos la vacuna contra el ébola en 1999. Fui parte del grupo que discutió si lanzarla al mercado, pero se concluyó que nadie lo compraría, decían que nunca había sido un problema y que no podíamos desarrollar una vacuna para tres personas de una aldea. «No tendrá futuro», dijeron. Se quedó en el laboratorio y nunca fue desarrollada. Cuando el ébola llegó, para cuando estuvo lista el virus ya se había ido. Era demasiado tarde. Es el mejor ejemplo de que si usamos la aproximación retroactiva nunca llegaremos a tiempo. Espero que hayamos aprendido esto del ébola”.

Estas proféticas palabras pertenecen al microbiólogo italiano Rino Rappuoli, que contó la anécdota en una entrevista a El Confidencial en 2017. La primera vacuna contra el ébola se aprobó en diciembre de 2019, años después de que finalizara la gran epidemia de 2014 que mató a más de 11 000 personas.

La historia sirve de ejemplo del conflicto que existe entre los intereses de las empresas y los de la salud pública. “El debate sobre el fracaso del sistema actual de desarrollo de medicamentos no es nuevo”, explica a elDiario.es la farmacéutica experta en gestión sanitaria y acceso a medicamentos Belén Tarrafeta. “Aunque la investigación básica se hace con fondos públicos, la industria farmacéutica es fundamental en los ensayos clínicos —financiados con inversión pública y privada— y en la fabricación, pero se lleva el crédito y el beneficio”. Es lo que ha pasado con la vacuna contra la COVID-19 de Pfizer.

“Con el desarrollo de las vacunas de la COVID-19 hemos visto el poder catalizador que puede tener la inversión pública y, al mismo tiempo, el control y el poder que tiene la industria farmacéutica”, asegura Tarrafeta. Esta “ha dictado la estrategia comercial fijando precios, condiciones de contratos con los gobiernos y mostrando una oposición total a cualquier intento que pueda limitar siquiera temporalmente la protección a la propiedad intelectual”.

La lección que Rappuoli esperaba que hubiéramos aprendido del ébola cayó en el olvido. Este año el investigador Peter Hotez saltó a la fama porque en 2016 rozó con la punta de los dedos la vacuna contra el coronavirus responsable del SARS. Sin embargo, la enfermedad que había acabado con la vida de más de 700 personas era entonces un recuerdo lejano, pues el último caso reportado se remontaba a 2004. “Teníamos todo preparado, pero no pudimos obtener inversión para terminarla”, aseguró en marzo durante su comparecencia ante el Congreso de EEUU.

“Si un centro de investigación tiene una molécula prometedora para algo que la industria no va a considerar rentable ahí se queda. Quizá [una farmacéutica] la compre y guarde”, dice Tarrafeta. Es lo que pasó con el ahora famoso remdesivir, que cogió polvo durante 20 años en el repositorio de Gilead hasta que los CDC lo recuperaron tras considerar que podría tener actividad contra el ébola.

Alternativas al modelo actual

Tarrafeta cree que los estados deben jugar un papel fundamental en este conflicto de intereses a la hora de desarrollar nuevos medicamentos. “La industria tiene sus intereses y va a invertir donde le resulte más rentable; la población tiene sus necesidades y el derecho a la salud. En medio, los gobiernos deberán regular, negociar y establecer los márgenes para que la sanidad pública se desarrolle en una dirección adecuada y frenar los abusos de las empresas”.

Existen alternativas a este modelo que se han puesto en marcha, no sin dificultad. Tarrafeta destaca la Iniciativa Medicamentos para Enfermedades Olvidadas (DNDi, por sus siglas en inglés), que “desmonta” la idea de que desarrollar un nuevo medicamento pueda llegar a costar 2 500 millones de dólares. Uno de sus éxitos recientes es la reposición del fexinidazol, que existía desde los 80, como primer tratamiento oral contra la parálisis del sueño. El coste de 55 millones de dólares no incluye toda su investigación, pero “demuestra que con poca inversión hay posibilidades de conseguir impacto”.

La Estrategia Farmacéutica publicada por la Agencia Europea de Medicamentos (EMA) este año, la propia existencia de este organismo, la futura implantación de una agencia de investigación biomédica similar al BARDA estadounidense y la existencia de iniciativas como Beneluxa hacen que Tarrafeta sea optimista de cara al futuro.

“Estamos en un momento clave en Europa, hay pistas muy interesantes para mejorar el sistema farmacéutico en la UE y creo que el escenario es prometedor”, dice. También espera “que no haya que esperar a otra pandemia para poner en marcha estrategias comunes en al búsqueda de nuevos y mejores medicamentos y vacunas”.

A veces se quiere, pero no se puede

Por supuesto, no todos los obstáculos a los que se enfrenta la investigación biomédica son la falta de interés y dinero. Los científicos han perseguido la vacuna del VIH sin éxito durante décadas debido al carácter huidizo de este virus, capaz de camuflarse de una forma casi perfecta en el interior del organismo y escapar de la respuesta inmunitaria.

El propio coronavirus ha demostrado que no es sencillo diseñar y llevar a cabo grandes ensayos clínicos y obtener resultados en poco tiempo. La vacuna de Oxford/AstraZeneca, la más prometedora hace unos meses, ha quedado lastrada por unos resultados definidos como “complicados”. Sanofi acaba de anunciar que su candidata no llegará hasta la segunda mitad de 2021 debido a problemas en su producción. Esto sin contar los retrasos de las candidatas aprobadas: Pfizer solo podrá enviar la mitad de lo prometido en este 2020.

Tampoco se puede negar que la aceleración de plazos observada con las vacunas de la COVID-19 requiere unos recursos excepcionales y el desarrollo simultáneo de etapas que normalmente se llevan a cabo en un estricto orden temporal. Por ejemplo, los organismos reguladores han trabajado codo con codo y dedicado un gran tiempo a ayudar a farmacéuticas como Pfizer para que la aprobación pudiera hacerse en el menor tiempo posible, sin tener que solicitar más información y ensayos adicionales como suele ser habitual.

Sería ingenuo considerar que estas excepciones se repetirán en ausencia de una crisis sanitaria global como la que todavía vivimos —y viviremos por un tiempo—. Sin embargo, también es peligroso que se extienda la percepción de que las vacunas de la COVID-19 se han desarrollado demasiado rápido. La ciencia, más que a hombros de gigantes, se alza sobre castells de enanos. Aunque Jonas Salk encontró su vacuna contra la polio en 1952, pudo hacerlo gracias al trabajo de otros investigadores en las décadas anteriores. La tecnología que ha hecho posible las vacunas de ARNm de Pfizer y Moderna se remonta a finales de los 80.

El “triunfo” de la vacuna de Pfizer puede servir para impulsar el debate sobre por qué la del ébola tardó dos décadas más de lo necesario. La celeridad con la COVID-19 pone en evidencia que, en ocasiones, otros sueros se ralentizan sin saber exactamente cuáles son los motivos: científicos o de otro tipo.

La respuesta a esta pregunta resulta flagrante si tenemos en cuenta que, un siglo después de que las primeras vacunas contra la tuberculosis vieran la luz, siguen muriendo millones de personas cada año por esta enfermedad evitable. También plantea incógnitas frente a los siguientes retos a los que se enfrentarán las vacunas de la COVID-19. La victoria contra el coronavirus solo llegará si, además de poder producirlas de manera masiva, también queremos distribuirlas de forma equitativa por todo el planeta.

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