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The Guardian en español

Reino Unido y la Unión Europea: la ruptura de un matrimonio malavenido

Reino Unido se divorcia de la Unión Europea

Jon Henley

Llevaban años al borde del divorcio. Pero en una noche memorablemente tormentosa del pasado mes de junio, Reino Unido decidió que su largo matrimonio con la UE irremediablemente había terminado. Este miércoles presentó su demanda de divorcio. Como suele pasar en estos casos, durante los nueve meses que han pasado desde que tomó la decisión se han visto un montón de posturas. Reino Unido ha amenazado con irse si no consigue lo que quiere, que es una relación con las ventajas del matrimonio pero sin ninguna de sus obligaciones.

En varias ocasiones, la Unión Europea alertó de que fuese cual fuese el acuerdo que las dos partes alcanzasen –repartir las propiedades, dividir el dinero y ponerse de acuerdo con la custodia de los niños– la relación futura sería peor para Reino Unido que el matrimonio. La situación puede llegar a ser un desastre. Pero el curso de la historia de amor entre Reino Unido y la Unión Europea rara vez funcionó sin problemas. Lo que suceda en los próximos meses será, a fin de cuentas, el final de una relación de amor-odio que ha durado 60 años.

Cuando los seis miembros fundadores de la Comunidad Económica Europea (Francia, Alemania Occidental, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo) firmaron el Tratado de Roma en 1957 y pidieron por primera vez la mano de Reino Unido, su respuesta fue: “Gracias, pero no”.

Impulsado por la confianza en su naturaleza excepcional, por los recuerdos de un gran imperio y de una gloriosa guerra, Reino Unido era, después de todo, una potencia: tenía un asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU, una relación especial con EEUU, una Commonwealth.

Separado del continente, tanto física como culturalmente, no necesitaba a Europa. Y lo demostró enviando a la firma del tratado a un tal Russell Bretherton –una autoridad sobre comercio de rango medio– como un mero observador.

Pero a principios de los años 60, el primer ministro Harold Macmillan se dio cuenta del error (se trataba de comercio, por supuesto) y empezó a hacer propuestas ante Bruselas. En esta ocasión, las calabazas las dio Europa, concretamente Francia. En 1963, Charles de Gaulle dijo: “Non”. Reino Unido tenía “unas costumbres y tradiciones muy particulares y especiales”, dijo el presidente francés y era “diferente de los continentales”. Simplemente sería un caballo de Troya anglosajón en un establo europeo.

Sin duda, el comentario fue visionario, pero a Reino Unido todavía le molesta. Macmillan, literalmente, lloró. No fue hasta 1973 que Reino Unido –liderado ahora por un europeísta convencido, Ted Heath– contrajo nupcias finalmente con Europa. Tristemente, la luna de miel apenas había empezado cuando comenzaron también las peleas. En un año, Reino Unido estaba pidiendo una reforma total de la política agrícola común y en 1975 el gobierno laborista de Harold Wilson pidió un referéndum.

Siete ministros laboristas hicieron campaña por el Brexit pero Maggie Thatcher apostó por permanecer y dos tercios del país votaron por quedarse. La campaña electoral laborista de 1983 luchó por romper lazos con Europa y fracasó. Al año siguiente, sin embargo, Reino Unido ganó su primera bronca seria con Europa: Thatcher alegó que las inquietudes sobre la PAC significaban que Reino Unido estaba contribuyendo mucho más de lo que era justo y quería su dinero de vuelta.

Reino Unido consiguió su reembolso –aunque no fue tan cuantioso como quería– y Thatcher se labró su reputación europea de Dama de Hierro. Poco a poco, las dinámicas de Reino Unido en la relación empezaron a cambiar.

Al Partido Laborista le empezó a gustar la UE cuando se dio cuenta de que la idea del presidente de la Comisión Europea, Jacques Delors, de una Europa social podría proteger a los trabajadores de los peores efectos del capitalismo de libre comercio defendido por Thatcher.

Pero en el Partido Conservador nació la idea de que, lejos de ser una aventura multinacional de cooperación en la que Reino Unido tendría su parte justa, Europa era realmente un complot maligno del continente decidido a robar su soberanía.

En 1988, apenas dos años después de firmar el Acta Única Europea que acabó con muchos de los vetos nacionales que bloqueaban el camino al mercado único, Thatcher se levantó en Brujas y arremetió contra Bruselas.

Había sido traicionada, dijo: Europa no era simplemente un mercado común, sino un superestado federal en camino. Lenta pero firmemente, Reino Unido —y especialmente el Partido Conservador y la prensa euroescéptica— empezó a endurecer su corazón.

Los detractores argumentaban que esto era, en sus raíces, una relación abusiva: Francia controlaba las instituciones; Alemania dominaba la economía; y el idealismo continental se oponía al pragmatismo anglosajón.

En 1992 Reino Unido quedó fuera del Mecanismo Europeo de Tipos de Cambio. Y, aunque John Major consiguió exenciones respecto a la moneda única y el capítulo social sobre derechos de los trabajadores en Maaastricht, el genio euroescéptico ya estaba fuera de la lámpara.

Hubo palabras duras, rebeliones feroces y titulares incendiarios (pocos como la icónica portada de the Sun 'Up yours Delors' —y un gesto ofensivo con los dedos— de 1990). Al final, ni siquiera el encanto temprano de un proeuropeo Tony Blair, elegido en 1997, pudo reencauzarlo.

Hizo lo que pudo. Aparte de las disputas por las exportaciones de carne durante la crisis de las vacas locas, estos fueron días felices en el matrimonio con la Unión Europea. Blair introdujo a Reino Unido en el capítulo social de la UE y fue elogiado de Bruselas a Berlín. Incluso se llevó bien con Jacques Chirac.

Pero durante los años de Blair, la mayor parte de la prensa y un grupo de conservadores extremistas incitados por un nuevo partido antieuropeo llamado UKIP siguieron pidiendo el divorcio. Según ellos, Bruselas era burócrata, arrogante, derrochadora, no democrática e irreformable.

También quería controlar nuestros jueces, nuestros soldados y nuestros granjeros y agricultores. Eramos gobernados por “eurócratas no elegidos”, “autoridades europeas chifladas” y “chupatintas europeos de cara desagradable” que querían prohibir las libras y las onzas, los plátanos y los autobuses de dos pisos.

En un claro gesto de acritud, David Cameron hizo una promesa que resultó la clave de su victoria en 2005 para liderar a los conservadores: sacar al partido del principal grupo de centro derecha en el Parlamento Europeo.

Y así, con la relación entre Reino Unido y la Unión Europea deteriorándose cada vez más, Cameron desplegó el arma definitiva tan solo un año después de convertirse en primer ministro en 2010: utilizando su derecho a veto en una importante cumbre de 2011.

Dos años después, Cameron —cada vez más asustado ante la posibilidad de perder votantes (y diputados) conservadores euroescépticos frente al UKIP— prometió un referéndum sobre la permanencia de Reino Unido en la Unión Europea si ganaba las elecciones generales de 2015.

Para confirmar sus temores, UKIP, aprovechándose de la inmigración de la UE, ganó en Gran Bretaña las elecciones europeas de 2014, con el 28% de los votos. Cameron, en una agresiva disputa final, intentó negociar a la desesperada un “nuevo acuerdo con la UE” —y eso fue todo.

Ya sabemos el resto. Cameron fuera, Theresa May dentro y el Ministerio para la Salida de la UE creado. Debates acalorados sobre el mercado único, la unión aduanera, el Tribunal de Justicia de la UE y la gran ley de derogación.

Lo sabemos todo sobre el Brexit duro, el Brexit suave y el “Brexit es Brexit”, y nos hemos convertido en afines a la salida o a la permanencia (y algunos incluso en enemigos del pueblo). Y tras 44 años de un matrimonio tormentoso, Reino Unido y la UE están, ahora sí, a punto de romper.

Traducido por Cristina Armunia y Javier Biosca

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