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Tener un hijo y no ser madre

Mujeres hacen una "tetada" protesta para que las dejen dar el pecho en el Museo Picasso de Málaga

Sofía Castañón

Nada me interpela tanto como la voz de mi hijo llamándome, pero nada me nombra menos que los anuncios del Día de la Madre. Y no tiene que ver sólo con el imaginario: las madres del Día de la Madre son mujeres con prole en edad de gastarse sus cuartos de manera autónoma. Un niño de cinco años no es a quien se dirigen los anuncios de perfume o de la ONCE. Y dada la media de edad a la que se tiene criaturas en este país, una mujer de 34 años como soy yo no es la madre del Día de la Madre. En esos anuncios, una sigue siendo hija (y además nunca dejamos de serlo).

Pero ya digo, no tiene que ver sólo con el imaginario. Cuando estaba embarazada, mucho antes de que hubiera un diálogo de movimientos, patadas, una comunicación de mi cuerpo con otro cuerpo, empecé a clases de yoga pre-mamá. Las disfrutaba, pero al final de cada sesión me angustiaba mucho  porque nos teníamos que comunicar con nuestro bebé poniendo una mano en la barriga. Y no, hasta casi los cinco meses yo no me comunicaba con nada. Era una mujer embarazada, pero no una madre.

En los primeros meses de vida de mi hijo, algunas amigas con más experiencia me preguntaban cómo me sentía. Yo hablaba del cambio de paradigma: de repente te reconoces eslabón en una cadena, toda tu genealogía se resignifica, y eso pasa a ser, básicamente, que se significa al punto de que ahora de verdad te importa; cambia el sentido de la palabra futuro, el futuro ya no es sólo en tanto que lo veas, entiendes entonces la palabra trascendencia fuera de la literatura, del por qué escribir y qué queda, puesto en relación con la vida en sí misma. Casi parecen pamplinas, aunque sé que no lo son. Ellas me preguntaban cómo me sentía siendo madre. Otra vez la palabra. “Pues es que tengo un hijo, estoy feliz, pero no me siento madre”. Una me dijo: yo me reconocí como madre cuando mi hijo empezó a llamarme “mamá”. Y yo pensé: esto será, que necesito que esta palabra me la designe aquel de quien yo sea madre. Que el lenguaje nos construye y ahí nos encontramos.

Pero no. Mi hijo me llama mamá, mami, sofi, sofía y no me siento más madre con una que con otra palabra. Si me llama en mitad de la noche por una pesadilla, acudo con el mismo nudo en la garganta use la palabra que use. No cambia mi condición hacia él, no modifica mi relación con él, no se diferencia de lo que hace una madre, porque lo soy, claro. Pero entonces ¿por qué no me reconozco en la palabreja?

Sobre esto escribió en su momento Diana Eguía en la revista Pikara: Seas quien fueras antes, ahora eres “mamá”. Entonces entendí que no era necesariamente una excentricidad mía el no sentirme “madre”, ni vocación de outsider (una quiere pensar que esas cosas con el tiempo se le han ido pasando), ni ganas de marcar una diferencia consciente. Simplemente no me reconozco en aquello de lo que se ha ido cargando -o más bien viene cargado desde su origen- el término. Ejemplo: uno de mis miedos durante el embarazo era si mi hijo me caería bien. ¿Y si no me cae bien? ¿Y si no nos gustamos? Este pensamiento me sacaba ya fuera de todo lo que tiene que ser una madre. “Cómo puedes decir eso, cómo puedes siquiera pensarlo? Claro que te caerá bien y le querrás muchísimo. Es así, me cae bien y le quiero mucho. Porque me encanta cómo es. Pero no creo que ese amor pueda ser incondicional de una manera esencial. Creo que mi responsabilidad con él (y con el mundo en tanto que él) sí es incondicional o, más bien, es para siempre. Y puede que mi amor lo sea, pero no necesariamente, y desde luego no más que lo será el amor que sienta su padre por él.

No nos ajustamos al relato de lo que se nos ha dicho desde el principio de los tiempos que es (ha de ser) una madre. No es que no nos ajustemos las mujeres de mi generación, es que esa idea de madre probablemente fuera un traje que no le haya servido a ninguna mujer que haya tenido descendencia. Y cuánto sufrimiento por el camino en el intento de ponerse ese traje, con esas medidas tan concretas, que nunca ha tenido un modelo de carne y vida sobre el que confeccionarse.

Las “madres” (y, por cierto, también “las abuelas”, hasta las que no tienen prole, y de esto habla muy bien Anna Freixas) son un ideal que no nos sirve a las mujeres que tenemos hijas e hijos. Nos nombra de manera forzada, diciéndonos qué es la maternidad y qué no. Y qué es la vida, y qué no. ¿Dónde está mi subjetividad en todo eso? Me viene a la mente una cita de José Bergamín que en realidad leía hoy por otra cosa: “Si me hubieran hecho objeto sería objetivo, pero me hicieron sujeto”. Si las madres somos objeto (el recipiente-cuerpo sobre el que cae una definición) nuestra experiencia subjetiva pasa a ser irrelevante. De hecho, el problema fundamental por el que no funciona la definición de madre es porque no somos objeto, sino sujeto, y si nuestra experiencia, la de cada una, no entra dentro de una posible definición que tendrá, entonces, que estar desprovista de esencialismos, es lógico que ninguna se sienta nombrada en ese ser madre, y lo más que pueda hacer sea intentar parecerse a una definición que no tiene nada que ver con su propia vivencia de la maternidad.

Una vía para romper tópicos, y mecanismos más perversos que los tópicos, la ofrecen unos permisos de paternidad y maternidad igualitarios e intransferibles que garanticen por ley igual de condiciones en el empleo y a la hora de cuidar, desplazando la idea de que los primeros meses la madre es la madre (lo será para toda la vida, no se tratará sólo de esos primeros meses, porque lo que se hace con eso es fijar roles) para que la crianza sea algo no articulado en las categorías de género, y se ejerza por igual. Por esto tanto trabajo, desde hace ya dos años, para sacar adelante la propuesta de ley que recoge las reclamaciones de la PPIINA , que dos veces pude ver cómo la vetaba el Gobierno y que desde el Grupo Confederal hemos vuelto a presentar para que tengamos un plan que equipare los permisos de paternidad y maternidad (y no ir subiendo una semana al año el de paternidad en los presupuestos generales del estado, sin planificación alguna de dónde va a acabar la medida ni para qué está pensada dentro del modelo de sociedad queremos).

Porque tiene más sentido preguntarnos qué se ha hecho con una palabra para que ni ésta, ni el imaginario que la rodea, tenga nada que ver con nosotras. Ahí les vemos: a señores de la RAE, escritores y publicistas diciéndonos a las mujeres que tenemos criaturas como somos. Esa definición desde fuera e impuesta tiene mucho menos sentido que el ejercicio de preguntarnos por qué ocurre esto y cómo podemos relacionarnos con la palabra “madre” sin que nos resulte ajena, sin que nombre a otra o sin que pese tanto que en el intento de parecerse al ideal resulte hasta doloroso o acabe por hacer sentir, como muchas veces ocurre, malas madres.

“Ser madre compensa y mucho”, reza la publicidad del sorteo de la ONCE del Día de la Madre. Históricamente, cargar con lo que arrastra esa palabra no nos ha compensado a las mujeres con hijas e hijos. Otra cosa muy distinta es que un momento de complicidad con mi hijo puede darle sentido a todo lo demás. Pero eso la publicidad ni sabe ni quiere contarlo.

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