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Venezuela, Numancia del Caribe

Nicolás Maduro durante una campaña electoral

Pepe Madariaga

Profesor de periodismo de la URJC —

La primera vez que fui a Venezuela fue en plena campaña por el referéndum que la oposición promovió en 2004 para revocar a Hugo Chávez y que acabó siendo reafirmatorio. Me encontré con un escenario muy interesante de transformación social donde la participación crítica y democrática de la ciudadanía en los asuntos públicos tenía una dimensión destacada a través del impulso de los medios de comunicación comunitarios y de iniciativas populares que buscaban la “revolución dentro de la revolución”. Se trataba de un proceso que parecía estar curando las profundas heridas que había dejado la dura experiencia del “Caracazo” o “Sacudón” de 1989, cuando la represión ordenada por el entonces presidente Carlos Andrés Pérez (CAP) dejó cientos de muertos en las calles de Caracas como resultado de las revueltas populares contra las contundentes medidas neoliberales de recortes sociales y subidas de precios. Venezuela había iniciado con la llegada de Chávez al poder en 1998 (y tras purgar en la cárcel su intentona golpista de 1992) un experimento de democracia popular frente a la pertinaz injerencia imperialista y las imposiciones con las que se había cebado el neoliberalismo desde los años 80.

Cuando llegué a Caracas yo acababa de defender mi tesis doctoral, en la que estudié el fallido golpe de estado de 2002 como caso representativo de las nuevas dinámicas de contrainformación en la era digital y su influencia en los medios de comunicación convencionales: durante las 48 horas que pareció prosperar el golpe, prácticamente todos los medios reproducían las mismas falsedades sobre un supuesto levantamiento cívico espontáneo contra el gobierno mientras algunos boletines contrainformativos en la web y listas de distribución alternativos apuntaban a un golpe organizado por la patronal y un sector del ejército y, por supuesto, apoyado por los principales medios de comunicación. Los relatos alternativos acabaron siendo claves para el desenlace de la intentona golpista a favor de Chávez, sobre todo a partir de la excepcional cobertura de un medio poco sospechoso de chavista como era Fe y Alegría, una radio de los jesuitas.

Además de fortalecer el liderazgo de Chávez, el golpe fallido puso en evidencia que los líderes opositores se presentaban más como herederos de CAP y de retomar el bipartidismo oligárquico de adecos y copeyanos (como se conocían popularmente a los representantes de los partidos de la IV República o “puntofijismo”, iniciada en 1958 tras la dictadura de Marcos Pérez Jiménez) que de encontrar un nuevo lugar constructivo en la V República inaugurada en 1999 con la llegada del bolivarianismo al poder. Desde que se percataron de los profundos cambios estructurales que planteaba el chavismo para superar los enormes desequilibrios sociales del país, hicieron todo lo posible por desencarrilar el proceso. Todo lo posible no fue solo la intentona golpista sino también el paro petrolero promovido por la cúpula de PDVSA antes del golpe y durante más de un año después del mismo y que desembocó en el insólito despido de toda la plantilla directiva de la empresa. Lamentablemente para los opositores, la coyuntura de aquellos años fue especialmente favorable para el chavismo: además de disfrutar de una intensa escalada en el precio del petróleo que llegó a poner el barril en casi 110 dólares en 2012, el bolivarianismo se vio gratamente amparado por la emergencia de diferentes gobiernos de izquierda en países como Bolivia, Ecuador, Argentina, Brasil o Uruguay. Estos y otros países empezaron a integrarse desde 2004 en el ALBA (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América), una organización transnacional liderada por Venezuela que nació como contrapunto al ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas), creada por EE.UU., y que convirtió a Venezuela en una potencia continental.

No obstante, el proceso de transformación iniciado con el chavismo se fue convirtiendo en una pugna constante y agotadora marcada por el boicot sistemático de los unos y las políticas cada vez defensivas y torpes de los otros, una confrontación que cada vez se iba enquistando más en una polarización disfuncional y tóxica. La segunda vez que estuve en Venezuela me encontré con una realidad diferente. Acababan de celebrarse las elecciones regionales de noviembre de 2008 y pude notar el desgaste del proceso y los primeros síntomas de decadencia. El exceso de personalismo de Chávez como líder del movimiento bolivariano se manifestaba en muestras palpables de una prepotencia que no ayudaba en nada a dialogar con las corrientes más democráticas de la oposición y en el surgimiento de una nueva oligarquía al calor de una revolución que no se había revolucionado en absoluto. El desmesurado liderazgo de Chávez se convirtió en el principal talón de aquiles de la revolución: su incapacidad para difuminar su presencia en el poder entre los diferentes actores del bolivarianismo se puso en evidencia cuando el cáncer que le llevó a la muerte en 2013 dejó al chavismo huérfano en el peor momento de su desarrollo y con el relevo en alguien carente de carisma político como Nicolás Maduro. Como bien señalaba Javier Gallego hace unos días, “el madurismo está dilapidando los logros del chavismo”.

A pesar de que Maduro se ganase el puesto en unas elecciones presidenciales en 2013, apenas dos años después llegaría la primera derrota electoral del chavismo. La muerte de Chávez vino con un cambio de ciclo que revirtió la coyuntura anterior. No es casualidad que el chavismo perdiera las elecciones legislativas de 2015 en el momento de mayor caída del precio del barril desde 2004: apenas 27 dólares. El mapa político del subcontinente también cambió de color y el bolivarianismo ya no estaba tan bien acompañado por gobiernos amigos. La situación llegó al colapso en las elecciones presidenciales de 2018, marcadas por el abandono del principal movimiento opositor, por su estrategia de “concurrir” en ellas promoviendo la abstención, que llegó al 54%, la más alta desde el puntofijismo, y por la reducida presencia de observadores internacionales. Desde luego, no fueron unas elecciones ejemplares, sobre todo en comparación con la propia trayectoria marcada por los registros electorales desde la llegada de Chávez al poder: 21 citas electorales en menos de 20 años sin tacha significativa, sin contar con las municipales: cinco elecciones presidenciales (1998, 2000, 2006, 2012 y 2013), cuatro legislativas (2000, 2005, 2010 y 2015), dos constituyentes (1999 y 2017), seis regionales (2000, 2004, 2008, 2012 y 2017), y seis referenda (dos en 1999, 2000, 2004, 2007 y 2009).

El cuestionamiento sobre la calidad democrática de Venezuela ha sido constante y creciente durante esos 20 años, a pesar de que elección tras elección, referéndum tras referéndum, los diferentes observadores internacionales dieran su visto bueno a todos los procesos electorales celebrados en Venezuela. El señalamiento acrítico y normalizado como régimen dictatorial y los innegables errores políticos, económicos y comunicativos del gobierno llevaron al bloqueo institucional en el que se encuentra sumido actualmente el país. Reducir el análisis de este complejo escenario a un solo culpable es injusto y sospechoso. También es ignorar la idiosincrasia de un país en el que dos culturas pugnan por dominar el marco social, político y económico: una cultura burguesa que mira al norte como único referente de prosperidad, y otra popular que mira al sur como rasgo diferencial de identidad.

Hoy, como en el golpe fallido de 2002, se plantea el mismo pulso entre dos formas de ver la vida social y política, incluso con los mismos ingredientes y procedimientos, aunque con dos diferencias significativas: el silencio informativo de entonces se ha convertido en ruido mediático, y la impunidad del más fuerte ni siquiera le hace disimular su agresión. Es evidente que la autoproclamación de Juan Guaidó como presidente interino es solo la parte visible de una iniciativa que se ha estado cociendo en la sombra y al amparo instigador de la Casa Blanca, una vez más. Se trata de una estrategia muy bien medida, que no tiene tantas motivaciones humanitarias como de poder, y que ofrece una falsa imagen de armonía y solidez entre sus actores. A este tipo de acciones solo se les puede llamar golpe de estado aunque, de momento, no haya tenido una dimensión militar. Lo que sí está demostrando es una enorme dimensión internacional que pone en evidencia la existencia del poder monopolar que tiene EE.UU., capaz de arrastrar consigo la voluntad de muchos gobernantes para derrocar a un gobierno díscolo y contrario a los intereses del imperio. Como la celtíbera Numancia, que resistió 20 años de asedio infructuoso por parte de las guarniciones romanas y que encontró su sitio final a manos del duro estratega militar Escipión, la Venezuela chavista se enfrenta hoy al posible despliegue de las peores artes militares y de espionaje que aterrorizaron la Centroamérica de los 80 con la gestión del ahora recuperado Eliott Abrams.

Lo que le hace falta a Venezuela no son más desgarros ni escaladas violentas, sino miradas despolarizadas y críticas basadas en una contextualización histórica. Iniciativas de mediación como la propuesta por el ex presidente uruguayo Pepe Mujica podrían servir para tender puentes entre dos culturas que necesitan entenderse. De no ser así, existe un riesgo altísimo de exportar a Venezuela la tragedia de Siria.

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