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Quinceañeras

La artista, performer y activista trans Lía García

Gabriela Wiener

La semana pasada pasaron algunas cosas, por ejemplo estuve comiendo en el puesto de comida de mi amiga K. Primero me habló, mientras me ponía una tierna y tibia empanada de carne, de ese chico del que estaba enamorada. Un tipo que en meses no se había dado cuenta de que ella era una mujer trans y que al descubrirlo había comenzado a comportarse raro, por ejemplo ahora solo se veían en su casa, ya no salían más, ni quería verla con sus amigos. De repente se ensombreció y cambió de tema. Me enseñó entonces el grafiti que le había dibujado un artista en una de las paredes de su puesto, en el que además de un montón de referencias folklóricas de su país había dibujado, a pedido de ella, a sus dos abuelos en medio de todo, a partir de una fotografía en la que los dos viejitos posaban al lado del mar, donde K había chapoteado en su niñez y había soñado con ser una sirena. Sonrió mirándolos.

También la semana pasada, una de las escritoras y activistas trans más lúcidas del movimiento feminista de este país, Alana Portero, había hablado de su abuela en Twitter, que “nunca supo que aquel preadolescente demasiado sensible y un poco raro que la buscaba tanto, era su nieta”. Después del Eventazo, en el que Alana participó como una de las voceras del bloque de lesbianas del 8M, le llovieron los palos de siempre. En un mensaje le dijeron que debería haber un día de las mujeres trans separado del 8M, y mejor si coincidía con el aniversario de alguna muerta, “ya que siempre están diciendo que a las mujeres trans las matan y seguro tienen para  elegir”. Salvajadas de todos los días. Hubo también quien dijo que en el bloque bollero dejaban subir hombres. Alana tuvo que irse pronto del Eventazo porque tenía que cuidar a sus padres que están muy enfermos. Son dependientes y los cuida día y noche.

La semana pasada, decía, pasaron cosas realmente importantes. Fui a una fiesta de quince años, aunque la cumpleañera los hubiera cumplido hace tiempo. Quizá porque a Lía García –artista, performer y activista trans– le hubiera encantado poder celebrarlo a sus quince reales en su natal México, pero por entonces aún no había transitado, es que ahora su fiesta en Madrid tenía tanto de desquite, de revancha, de reparación. La decoración era la de una quinceañera, con globos rosas y estrellitas, y el vestido de Lía el de una princesa. En muchos países de Latinoamérica, esa celebración popular, de fondo patriarcal supone para quien cumple años un rito de paso, de niña a mujer, para comenzar a acatar lo que la sociedad tiene preparado para ella.

Después de bailar Tiempo de Vals con los chambelanes, Lía sentó a su tía, una señora que había llegado especialmente de México para el ágape, en una silla en el centro de todxs. Se dedicó largos minutos a darle besos y abrazos, se sentó en sus piernas como una niña, se dejó mecer y arropar, diciéndole lo mucho que le agradecía que la quisiera como es, antes de ser la novia sirena, la performer, antes de que le dieran visa como migrante, antes de que le dieran un dni de mujer. Una voz en off iba contando que una de las cosas que más le duele de estar lejos de su tierra es no poder expresar toda su afectividad natural, abrazar, tocar a la gente porque aquí son muy fríos.

Lía dijo que estaba ahí para hacer de nuestras heridas perlas brillantes, como las que lloran las sirenas, y fue echando sobre la cabeza de cada una, un puñado de ellas. Pidió que llamáramos a nuestras muertas y ancestras con velas encendidas. Muchas dijeron, como mi amiga K, como Alana, el nombre de sus abuelas, de sus tías, de sus madres, invocaron toda esa corriente de feminidad, de vulnerabilidad y de resistencia que nos precedía y que en ese momento ella encarnaba, que nos guiaba a las otras en el camino contrario al odio, al rechazo, a las fobias, que hoy brotan de los lugares más inesperados, y nos fundíamos en comunión con esa esencia. Antes de partir la tarta de color rosa, muchas de las migrantes que estaban invitadas a la fiesta lloraban pensando en que lo que estaba pasando también era para ellxs una fiesta extemporánea pero que llegaba justo a tiempo.

Lía resignificaba la fiesta de la niña-mujer arquetípica proponiéndonos otro tipo de tránsito para su cuerpo surgido de los márgenes y los deshechos, como suele decir, hacia un lugar de sanación a través de un encuentro íntimo y afectivo que por un instante suspende el horror de la violencia transfóbica que le anula y niega el derecho a ser. No se estaba transformando para padecer el ser mujer, como las niñas quinceañeras, sino para celebrarlo con todas nosotras. Muchas quisiéramos ser ese tipo de quinceañera.

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