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El callo moral

Algunos de los 368 féretros tras el naufragio de Lampedusa en octubre de 2013

Raquel Ejerique

Aquel 3 de octubre de 2013 Europa se quedó paralizada. Todavía sus instituciones y sus ciudadanos se sobrecogían ante ciertas desgracias. Un naufragio masivo frente a la isla italiana de Lampedusa dejaba 368 migrantes muertos en el mar. No eran los primeros, pero sí la primera vez que la cifra era tan alta: desgraciadamente, en el tema de los muertos son los parámetros cantidad y cercanía los que enmarcan la importancia de las cosas. También afecta el tiempo o el callo moral, porque seis años después de Lampedusa el número 300 duele menos.

Estos migrantes habían prendido una manta para pedir ayuda, pero el incendio se extendió y la embarcación naufragó. Italia decidió organizar un funeral de Estado con honores y protocolo oficial y decretó un día de luto nacional con la colección infinita de ataúdes, presididos por los blancos de los niños muertos. Aquel muestrario funerario hizo pensar a algunos líderes políticos que había que hacer algo. Al menos, había que decir algo.

Hicieron manifestaciones representantes de todos los países europeos y acudieron a presentar condolencias desde el Papa Francisco a José Manuel Durão Barroso, entonces presidente de la Comisión Europea. Tanto él como el primer ministro italiano, entonces el progresista Enrico Letta (PD), fueron abucheados por los habitantes de la isla, que protestaban sin tener ni idea de lo que les deparaba el futuro en cuestiones migratorias. Si hubieran previsto los estándares actuales les habrían aplaudido: ya no ha habido más funerales de estado, ni días de luto, ni pésames políticos, ni grandes intenciones, ni siquiera declaraciones de acogida.

Quince días después de aquella foto Italia lanzó la operación de rescate Mare Nostrum para salvar inmigrantes en el mar por miles. Al mes de la tragedia, también Italia pidió a los países europeos en el Consejo de Ministros de Interior de la UE que arrimaran el hombro para un problema que era de todos. Los países dijeron que por supuesto, para eso formaban parte de un proyecto común. Pero “todos” resultó una palabra muy gruesa, sobre todo cuando algunos se dieron cuenta de que era todos y cada uno.

Han pasado seis años y 18.000 muertos en el Mediterráneo (datos de OIM). La operación Mare Nostrum ha desaparecido. Las ONG ya no pueden dedicarse a rescatar a menos que tengan mucho dinero para pagar multas y mucho empeño en sortear la burocracia.

Enrico Letta, el abucheado que gastó 9 millones mensuales en rescatar vidas, es ahora rector de una escuela en París. José Manuel Durão Barroso fichó en 2016 por Goldman Sachs. La alcaldesa de Lampedusa, símbolo internacional de la acogida, perdió las elecciones en 2017. Apareció en escena Salvini, y la estomacal política de italianos primero, que encendió los ánimos, apagó la política humanitaria y cerró los puertos. España, desnortada por la derecha extrema, habló de inmigración como un problema por primera vez en la democracia: las pateras atracaron en los argumentarios políticos.

Después de jibarizar las operaciones de salvamento en el Mediterráneo, Europa acordó pagar a Libia para frenar a los migrantes a tiros o machetazos y subcontratar a Turquía por 6.000 millones para quitarse de encima a miles de sirios. Suerte al auditor que esté revisando el cumplimiento de los acuerdos con un régimen fallido y otro autoritario.

Pero no todo ha cambiado desde aquel 2013 en el que los discursos públicos hablaban de humanidad y justicia. El Papa de entonces, por ejemplo, es el mismo.

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