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¿Por qué las municipales y autonómicas interesan tan poco?

Imagen de una urna en un colegio electoral de Barcelona. EFE/Archivo

Carlos Elordi

Llama la atención el poco interés que suscitan las elecciones autonómicas y municipales. Por no hablar de las europeas. Faltando dos semanas y media para su celebración no se habla de ellas en ningún medio de ámbito estatal y los líderes políticos ni las mencionan. Aunque nunca han provocado un gran entusiasmo, en ocasiones anteriores se les prestó bastante más atención. Sin embargo, el 26 de mayo los electores van a decidir cuestiones importantes, que pueden influir mucho en la configuración del espacio político. El riesgo que se corre es que tal postergación provoque un aumento de la abstención, que ya se prevé alta.

La proximidad con las generales es una de las razones de ese desinterés. Y más cuando éstas generaron tanta movilización y pasión como las del 28 de abril. Es imposible agitar las conciencias cuando estas todavía no se han recuperado de los sustos, las alegrías y las decepciones de hace menos de dos semanas. Los motivos que llevaron al gobierno a decidir un calendario tan poco convencional y, desde luego, inédito en nuestra democracia, van a tener un coste. Que puede no ser pequeño.

La falta de atención de los medios se inscribe en ese marco: las municipales, autonómicas y europeas no venden. Menos incluso que el ridículo debate sobre cuál será la composición del futuro gobierno, del que no se para de hablar cuando está perfectamente claro que las decisiones al respecto solo se tomarán dentro de unas cuantas semanas y, desde luego, cuando se conozcan los resultados del 26 de mayo.

Existe una razón adicional. La de que los grandes medios, por muy poderosos que parezcan, tienen hoy plantillas cuando menos un 40% inferiores a las de hace 10 o 15 años. Y para contar lo que ocurre en la preparación de elecciones de ámbito local y regional hacen falta muchísimos más redactores de los que se disponen. Por eso también han de mirar para otro lado. Por tan poco relevante que este sea como las reuniones que Pedro Sánchez haya tenido en La Moncloa con líderes de otros partidos, una noticia que se acaba en sí misma.

Pero nada de eso obsta para que el 26 de mayo sea importante. Por su impacto político general para todos los partidos. Para el PSOE, porque un éxito ese día reforzaría mucho su posición predominante, al tiempo que un fracaso la redimensionaría en buena medida. Para el PP, porque su dirección se la juega definitivamente. Para Ciudadanos porque su ambición de convertirse en el partido de referencia de la derecha quedaría muy tocada si no consiguen marcar alguna distancia con los populares. Y para Unidas Podemos porque si a la pérdida de 30 escaños del 28 de abril se suma un nuevo fracaso, el futuro de la organización podría quedar comprometido. Y más si éste es aún mas profundo que el anterior, una hipótesis que no cabe descartar a la vista de la división con que este espectro político se presenta a las urnas.

Pero hay otro motivo aún más poderoso. El de que los gobiernos autonómicos son una pieza fundamental del reparto del poder político español. Mucho más que los ayuntamientos. Porque controlan más del 40 % del gasto público y más del 80 % del sanitario y educativo. Cualquier iniciativa en estos terrenos y en otros cuantos más pasa por sus manos.

Desde hace ya tiempo hay críticas profundas a cómo hacen su trabajo y al funcionamiento del sistema autonómico en general. Hasta el punto de que un partido, Vox, propone simple y llanamente su desaparición.

Hay motivos poderosos para tales críticas. Los más contundentes salieron a la luz durante la crisis económica, cuando se conocieron los desmanes sin cuento, entre ellos una corrupción generalizada, que había provocado la decisión de José María Aznar de ceder a las autonomías la calificación de terrenos para la construcción, que fue la clave del insensato boom inmobiliario que dejó a España al borde del abismo.

El desastre no sólo se hubo de medir en términos de aumento fulgurante del paro. Sino también del hundimiento de las estructuras financieras regionales, particularmente dramática en el caso valenciano y también el gallego, y, en general, con la desaparición de las cajas de ahorro. Y con la descapitalización de no pocas economías regionales, buena parte de cuya capacidad de inversión se había destinado prácticamente en bloque al sector inmobiliario y de la construcción y había desaparecido con la crisis, sin muchas posibilidades de ser recuperada en décadas.

La pregunta que algunos se hicieron entonces es cómo se había podido dejar tanto poder para configurar el futuro en manos de los políticos regionales. Y la cuestión se agravaba, y lo sigue haciendo, a la vista de otro hecho no menos relevante. El de que tras tres décadas de estado de las autonomías, las diferencias entre las regiones pobres y las ricas no han disminuido un ápice.

Cataluña, Madrid y el País Vasco, no solo siguen concentrando el poder económico como lo hacían hace medio siglo, sino que también, y con alguna excepción en el sector del automóvil, son casi los únicos referentes industriales del país, los destinos prioritarios de las inversiones extranjeras y, lo que es más crucial de cara al futuro, los únicos territorios en los que se desarrolla la economía del conocimiento y la tecnología.

En términos sociales, las diferencias siguen siendo enormes. El gasto sanitario por persona oscila entre los 1.600 euros en las regiones ricas y los 1.000 en las más pobres. La disparidad no es menor en lo referente a las inversiones en educación y en la calidad de la enseñanza, así como en los servicios sociales y asistenciales. Pero lo que es aún peor es que la mayoría de los jóvenes que aspiran a tener un futuro profesional emigran sin remedio a la España rica y descapitalizan a sus regiones de origen.

España necesita un sistema político descentralizado. Porque es la mejor solución y no sólo porque sirvió para desagraviar al resto por las concesiones a las nacionalidades históricas que se hicieron durante la transición y hasta hace poco. Pero el que tenemos hay que reformarlo a fondo. Empezando por cambiar algunos de los preceptos constitucionales que lo sostienen.

Esa reforma no puede esperar más. El nuevo gobierno debería abordarla sin mucha tardanza. Y de cara al 26 de mayo, sólo cabe señalar que los dirigentes autonómicos que se elijan ese día serán los que habrán de participar en el proceso. Cabría darle un par de vueltas al asunto antes de dar la espalda a esas elecciones.

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