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No se puede jugar con fuego

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Javier Pérez Royo

Decidir sobre la continuidad o interrupción del embarazo es una alternativa que únicamente puede planteársele al 50% de la población. El demos que constituye la voluntad general mediante la aprobación de la ley está integrado por un 50% de mujeres y un 50% de hombres. ¿Puede el 50% del demos al que no puede planteársele jamás dicha alternativa condicionar con su manifestación de voluntad la decisión del 50% al que si puede planteársele? ¿Tienen los hombres algo que decir sobre la decisión de las mujeres acerca de continuar o interrumpir el embarazo?

La democracia como forma política presupone la vigencia del principio de igualdad. La voluntad general se constituye a partir de las manifestaciones de voluntades individuales en condiciones de igualdad mediante el ejercicio del derecho de sufragio, independientemente de que esas voluntades sean femeninas o masculinas. ¿Puede constituirse una voluntad general en estos términos sobre la interrupción del embarazo que solo puede afectar al 50% de la población?

Desde una perspectiva procesal, desde la democracia considerada como un procedimiento para la adopción de las decisiones políticas y de las normas jurídicas por los propios ciudadanos/ciudadanas directamente o a través de representantes democráticamente elegidos, la interrupción del embarazo no puede tener respuesta. Es imposible que los hombres y las mujeres se encuentren en posición de igualdad en lo que al embarazo se refiere. Las mujeres tendrían que soportar que, sobre un problema que únicamente a ellas les afecta, contribuyeran a la formación de la voluntad general los hombres y, además, en proporción similar a como ellas lo hacen.

Jurídicamente es absurdo. Políticamente también. En su “núcleo esencial”, es decir, en la decisión sobre continuar o interrumpir el embarazo, la sociedad no tiene nada que decir. Es imposible justificar que desde el exterior se interfiera en la adopción de una decisión que, por decirlo con palabras del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, es la “decisión más íntima y personal” que puede tomar un ser humano. No hay ninguna otra que pueda equiparársele. Ningún varón podrá encontrarse jamás ante una alternativa comparable y no puede, en consecuencia, ponerse jamás en el lugar de la mujer. Justamente por eso, es imposible encontrar, en lo que al “núcleo esencial” se refiere, un derecho más absoluto que el de la mujer embarazada a continuar o interrumpir el embarazo.

Ahora bien, tanto en el supuesto de que decida continuar o interrumpir el embarazo, la mujer tiene derecho a que la sociedad le asista en cualquiera de ambas alternativas. La mujer tiene que tener derecho a ser asistida tanto para que el embarazo llegue a buen fin, como para la interrupción del mismo.

Desde esta perspectiva asistencial la sociedad sí tiene que decir. Todas las circunstancias que rodean tanto la continuidad como la interrupción del embarazo tienen que ser contempladas por la sociedad y tiene que tomar decisiones sobre ellas. En la cultura político-jurídica europea del Estado social y democrático de Derecho es obvio que la continuidad o interrupción del embarazo tienen que estar incluidas entre las prestaciones del sistema de seguridad social.

Es en esta perspectiva asistencial donde encuentra justificación la “ley de plazos”, es decir, el reconocimiento de la interrupción del embarazo como derecho constitucional de la mujer embarazada, condicionado a que dicha interrupción se produzca dentro de los plazos establecidos por la ley.

Esta es la respuesta “europea”, pacíficamente admitida en todo el continente. España no es diferente. La interrupción del embarazo no es en este momento un problema para la sociedad española. Únicamente lo es para una minoría significativa, pero muy minoritaria. No hay forma de justificar democráticamente una quiebra con lo que viene siendo una solución muy mayoritaria.

Es Europa y no Argentina el espejo en el que España debe mirarse. La Iglesia Católica debería tener mucho cuidado y no jugar con fuego.

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