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El feminismo no atraviesa el cambio de año como quien estrena calendario, sino como quien revisa una casa habitada desde hace tiempo. Hay habitaciones recién reformadas y otras donde la pintura empieza a descascarillarse. El feminismo institucional, convertido ya en política pública, marco normativo y lenguaje común, ha logrado avances incuestionables. Pero este nuevo año se abre paso con una evidencia incómoda: los logros no cancelan los conflictos, los hacen más visibles.
Una de las grietas más difíciles de mirar es la que se abre cuando el discurso de la igualdad convive con prácticas de poder que lo contradicen. Los casos de acoso sexual en el seno de las organizaciones políticas no son anomalías externas, sino síntomas de estructuras que no se transforman sólo con declaraciones de principios. Los protocolos existen, pero a menudo funcionan más como dispositivos de contención que como herramientas de justicia. Nombrar la violencia no basta si no se alteran las jerarquías que la hacen posible. Como escribió Audre Lorde, “las herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo”, aunque se pinten de violeta.
Pensar estos dilemas desde Aragón obliga a aterrizar el debate. Aquí, el feminismo institucional se enfrenta a un territorio extenso, envejecido y profundamente desigual. La despoblación no es neutra: tiene rostro de mujer. Porque son ellas las que sostienen la vida cotidiana en muchos pueblos, las que cuidan sin relevo y las que enlazan trabajos precarios con responsabilidades familiares que no aparecen en ningún indicador económico. Hablar de cuidados en Aragón es hablar de demasiadas cosas: carreteras, servicios públicos y, también, soledades largas. Es reconocer que la igualdad no se juega sólo en los grandes discursos, sino en la posibilidad material de quedarse o marcharse.
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