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Julio Anguita y la fiesta de los bronceados

Antonio Orejudo / Antonio Orejudo

Carrillo me caía bien, pero Anguita siempre me pareció un comunista demasiado ortodoxo, mitad monje, mitad soldado, regañón, intransigente y aguafiestas. Recuerdo que una vez, en plena campaña electoral, la Selección Española jugaba un encuentro decisivo para la clasificación del Mundial, y el periodista le preguntó que dónde iba a ver el partido.

—No, no voy a verlo, no me gusta el fútbol —respondió Anguita.

—Ya, bueno, pero tendrá un favorito —insistió el periodista.

—Pues no, no tengo ninguno. Ya le digo que no me gusta el fútbol.

—¿Y no se atreve a decir un resultado?

—Pues no es que me atreva o me deje de atrever; es que me da igual.

—¿Entonces no me va a dar un resultado?

—No, no le voy a dar ningún resultado, porque el fútbol no me interesa. Si usted me quiere preguntar sobre mi programa electoral, le contestaré con mucho gusto.

Yo pensé: vale que no te guste el fútbol, Anguita, pero no conviertas una inocente pregunta en un punto de fricción. Y sobre todo, no le compliques la vida a un pobre reportero que está trabajando.

Así éramos en la época de las vacas gordas, cuando los ricos nos dejaban entrar a sus fiestas privadas y no queríamos saber nada de nada que no fuera divertido y desenfadado.

El único que advertía de los peligros que contenía la Europa de los mercaderes que empezaba a fraguarse en Maastrich era él, Anguita. Pero pocos escuchaban sus palabras, que sonaban siempre a reprimenda.

Era como estar en una fiesta, súper guapo y súper bronceado, rodeado de personas súper guapas y súper bronceadas, y que llegara tu padre, que ni era guapo ni estaba bronceado, te cogiera del brazo y te llevara a casa.

Eso era Julio Anguita, un aguafiestas.

Y los que más hicieron por desacreditarlo, los que más se empeñaron en ridiculizar su rectitud inflexible fueron los flexibles socialistas, que se contoneaban muy yeyés en aquellas fiestas de los bronceados.

Como otros muchos españoles, el domingo pasado me senté frente al televisor para ver la entrevista que Jordi Évole le hacía a Anguita. Quéría saber en qué andaba.

Cuando lo vi no me pareció que hubiese cambiado mucho, quizás estaba un poquito más gordo, pero no mucho. El hombre que hablaba con Évole era el mismo que nunca me cayó bien. Tenía la misma barba, el mismo tono paciente y hablaba vagamente iluminado.

Y decía lo mismo que había dicho siempre, quizás de manera un poco más radical, pero básicamente lo mismo. Desde su Plataforma Cívica Anguita defendía un salario mínimo de 1000 euros, unas pensiones que no bajaran de esa cantidad, y la prioridad absoluta del gasto en sanidad y educación. ¿Y de dónde saldría el dinero? De una reforma fiscal progresiva, de la persecución del fraude fiscal y de la nacionalización de los sectores estratégicos de la economía. Lo de siempre.

Y sin embargo, aquel discurso al que tantas veces había prestado oídos sordos durante las fiestas de los bronceados me pareció, cuando volví a escucharlo el domingo pasado, un programa político tan necesario como revolucionario.

Y me dije: cómo estarán las cosas para que estas viejas medidas que desgrana el veterano Julio Anguita me suenen como las frescas y novedosas propuestas de un joven político honesto, capaz y revolucionario, dispuesto a borrarlo todo y a empezar desde el principio.

Si esto es así con Anguita, no quiero ni pensar cómo me podría con las propuestas del viejo Carrillo.

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