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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

El Contrato de Dominación. ¿Otra Constitución es posible?

Nilda Garay

En enero de 2015 las elecciones en Grecia prometían cambios. Syriza se impuso al partido conservador Nueva Democracia que ocupó el segundo lugar. La tercera fuerza política más votada fue el partido neonazi Aurora Dorada. Europa –y el mundo- estaba atenta al nuevo quehacer político de Syriza. Sus propuestas generaban incertidumbre en el orden establecido por el neoliberalismo que viene afectando al corazón de Europa y esperanza en la población empobrecida. España estaba expectante.

De momento, no se atisban cambios históricos. La ausencia de mujeres en el gabinete del nuevo Gobierno refleja las relaciones de género de la sociedad. Su programa apartaba el problema de la desigualdad de las mujeres priorizando su atención a la crisis económica. Al no alcanzar mayoría absoluta ha pactado con Griegos Independientes -ANEL- partido conservador, nacionalista, antiinmigración, defensor del Estado confesional y de la familia patriarcal. En este nuevo escenario la presencia de Aurora Dorada que se legitima con propuestas raciales es importante.

Vemos que en el siglo XXI, en -la cuna de la democracia y origen de Occidente- Grecia, el contrato históricamente determinado por las ideas raciales y de género pervive. Si bien se ha recreado mostrando otras formas, se observan las mismas dimensiones que conformaron el contrato original del siglo XVIII que Carole Pateman llama el contrato de los colonos. Un contrato de carácter patriarcal pensado y pactado por determinados hombres europeos blancos en favor de sus intereses. En 1988 Pateman explicó cómo dicho contrato implicaba también un contrato sexual por el cual las mujeres quedaban subordinadas a los hombres. Tras 25 años de haber publicado The Sexual Contract concluye que el contrato original tiene tres dimensiones: el contrato social, el contrato sexual y el contrato racial. Tres dimensiones simultáneas que sirvieron para sellar el contrato, la Constitución. En las tres dimensiones históricas radican los vicios del  constitucionalismo. Vicios del contrato que también constata Charles Mills en The Racial Contract (1997). Los contratos social, sexual y racial conforman el Contrato de Dominación consagrado por el constitucionalismo hegemónico. Contrato que sirve para afianzar el capitalismo.

La historia del constitucionalismo demuestra cómo planteamientos teóricos de Bodino, Hobbes, Locke y Rousseau fundamentaron el Contrato de dominación. Teorías que influyeron en las primeras Declaraciones mediante las cuales se excluyeron a los hombres no occidentales (considerados “no blancos”) y a las mujeres. Teorías llevadas a la práctica por hombres libres e iguales mediante el contrato social para mantener las relaciones de dominación-subordinación preexistentes. Frente a aquellas teorías estuvo presente un contrapoder conformado por movimientos contestatarios.

A la Declaración de Independencia de 1776 de las colonias estadounidenses le contestó un pensamiento feminista liberal apoyado por Paine o Abigail Adams, entre otros. Se dieron propuestas para terminar con la esclavitud de los negros que se plasmaron en el primer borrador del texto de la citada Declaración. En 1848, en Seneca Falls, un feminismo estadounidense inspirado en la Declaración de 1776 contestaba su contenido de dominación.

A la Declaración francesa de 1789 la impugnó un constitucionalismo feminista desarrollado en la Ilustración y que se visibilizaría con la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, de 1791. Además, le contestó un constitucionalismo antiesclavista llegando a su punto álgido con la revolución haitiana (1791). La Declaración de Independencia de Haití de 1804 develaba cómo el color de piel venía siendo introducido como elemento importante en la Teoría del Contrato que ya se había adherido en la Constitución francesa.

En el primer constitucionalismo liberal español el criollo, que no era tratado como “blanco” en Europa, exigió la igualdad en la Metrópoli siendo ésta una de sus primeras reivindicaciones en las Cortes de Cádiz. Conseguida aquella igualdad, los diputados americanos participaron en las Cortes apropiándose de las reglas del contrato de dominación. El Reglamento para el Gobierno Interior de las Cortes (1810) que aprobaron criollos y españoles prohibía la entrada a las mujeres. El contrato de 1812 que elaboraron limitaba el acceso a la ciudadanía a los indígenas, las castas (hombres de origen africano) y a todas las mujeres.

Históricamente, la cara visible del contrato, la Constitución, viene siendo interpretada sobre la base de aquellos vicios. En el constitucionalismo estadounidense, debe recordarse la sentencia Dred Scott v. Sandford (1857), que considera que los negros no formaron parte del poder constituyente (no fueron contratantes). Su ordenamiento jurídico interno negó durante mucho tiempo la ciudadanía a las poblaciones nativas. Desde el siglo XX el Parlamento viene obstruyendo la aprobación de la Enmienda de Igualdad de Derechos que proscribe la discriminación por sexo. La discriminación racial se extiende a la ciudadanía de origen no occidental (poblaciones latina, asiática, árabe, entre otras). Recordemos, por ejemplo, los casos Korematsu v. United States (1944), United States v. Brignoni-Ponce (1975) y Arizona v. United States (2012) que avalan el perfil racial.

En Francia y en el resto de Europa la ciudadanía originaria de las excolonias y el colectivo gitano no logran ser miembros iguales del contrato. La asimilación no ha superado los conflictos. La gente considerada “no blanca” no se siente parte igual de un contrato profundamente blanco. El espacio público oficial les es negado, de ahí la proliferación de los petit apartheid. Lo mismo sucede con las mujeres: no se identifican con un contrato profundamente patriarcal. En el constitucionalismo actual aún se discute la paridad entendida como democracia real; perdura la brecha salarial de género; se impugnan las leyes contra la violencia de género, se cuestiona el ejercicio pleno de sus derechos. En suma, un contrato viciado por el patriarcado atenta contra la dignidad de las mujeres.

Los partidos políticos aupados con sus programas racial y patriarcal deciden en los Parlamentos del siglo XXI. Sus discursos nacionalistas, patriotas y patriarcales confluyen recreando aquellos vicios históricos. Siendo de distintas ideologías pactan reinventando las herramientas de la relaciones de raza y género perpetuando el contrato social excluyente.

España no es ajena a estos problemas. En plena crisis económica, como en Grecia, se plantea la posibilidad de un nuevo contrato, de una nueva Constitución. La Transición española no supuso la ruptura que todo proceso constituyente conlleva. El contrato actual carga rémoras no democráticas. En 2011 se reformó la Constitución para priorizar el pago de la deuda externa. Esta reforma constitucional significa el robustecimiento del contrato de dominación ya que aumenta la desigualdad. Este contexto estaría generando la necesidad de elaborar una nueva Constitución. ¿Qué tipo de contrato queremos? ¿Un nuevo pacto de dominación como el que históricamente venimos imitando desde el siglo XVIII? ¿Meras reformas al contrato social, racial y sexual que hemos heredado del pensamiento dieciochesco? ¿Cómo renegociamos el contrato de la Unión Europea que ahora se reinventa hablando de los PIGS o de la Europa de las dos velocidades? ¿Somos conscientes de que los cambios históricos pasan por la superación de los vicios del contrato original?

Parece ineludible poner en el debate los vicios del contrato que sustenta nuestro edificio constitucional. El contrato de dominación no se habría podido llevar a cabo sin la legitimación de aquellos vicios que son constructos sociales. Y, al ser construcciones sociales cabe la posibilidad de cambiarlos. ¿Reformamos el contrato viciado o inventamos otro?

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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

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