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El artista valenciano Juan Genovés en su estudio.

Martí Domínguez

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Juan Genovés era un hombre próximo, de gesto cordial y espontáneo, profundamente humilde. De los que cuando ven a un viejo amigo hacen aspavientos y resultan asequibles y sencillos. En realidad, no tenía pose de artista, ni se daba aires de haber triunfado; más bien al contrario, aparecía despeinado, evocador, inquieto, incluso un poco oprimido por las expectativas que causaba. Su éxito artístico lo abrumaba un poco, como quien no se encuentra del todo a gusto, y buscaba conciliar la salida de los numerosos encargos (muchos de ellos internacionales, últimamente estaba triunfando en China), con las colaboraciones culturales, donde a menudo participaba de manera altruista, incluso en las más modestas. El éxito le había llegado muy pronto: la primera vez que expuso en Londres, en la galería Malborough, Francis Bacon adquirió una de sus obras, de una de las ahora ya famosas manifestaciones antifranquistas. Los responsables de la galería no pudieron ocultar su sorpresa, puesto que era un gesto totalmente infrecuente en este artista. Hasta el extremo de que Genovés se vio forzado a preguntarle a Bacon qué había descubierto, a lo que este contestó: has sabido pintar la multitud y yo no he podido nunca.

A partir de este momento, Genovés consiguió hacer un icono personal de esta traslación de la multitud al lienzo, estudiando como un sociólogo de la imagen sus movimientos, su cinética interna, los matices de los colores, y durante su larga trayectoria explotó este tema literalmente desde todos los ángulos posibles, convirtiéndolo un artista conocido y reconocido en todo el mundo. Aquello le llevó a trasladarse a Madrid, y desde hacía años vivía en Aravaca, en un chalé lujoso donde tenía su estudio, cómodo y funcional. Pero siempre mantuvo un vínculo íntimo con su país: en una ocasión me dijo que, a veces, se escapaba a su apartamento del Perelló sin decir nada a nadie, para poder respirar el mar y los campos de València.

Hasta el último momento, mantuvo la añoranza de su tierra, y la exposición retrospectiva que le hicieron en el museo de El Carme, en 2013, lo emocionó profundamente, como quien cierra un círculo y se siente querido y aceptado por sus paisanos. En el jardín de su casa de Aravaca tenía una gran escultura de Andreu Alfaro, titulada La veu del poble (La voz del pueblo), y quizás se veía reflejado un poco en él. Siempre he pensado que, a pesar de todo, a pesar de su éxito internacional y su distanciamiento inevitable de València, seguía sintiéndose sustancialmente parte de la voz del pueblo valenciano.

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