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No sólo se queman las fallas

Laura Husé Valle / Valentina Hernández

Valencia —

No debe extrañarnos el erial científico, intelectual y literario (salvo honrosas excepciones) que asola Valencia desde hace décadas. Si los pueblos, entre otros factores antropológicos y geográficos, se definen por las fiestas, está todo explicado. No se puede entender que un censo fallero, que no llega al ocho por ciento de la población, obligue a media ciudad a huir de sus casas y a la otra media a soportar las barbaridades de ruido, toma de calles, ilegalidades y lo dicho mil veces, aunque sea predicar en el desierto. Las fallas son unas fiestas diseñadas por y para este colectivo que anulan los derechos de aquellos que sienten y piensan que las sociedades se construyen desde la convivencia y no desde la invasión. Vienen turistas, alegan. Bueno, así se compensa la huida masiva de miles de valencianos.

Ya desde chicos, a los niños y niñas se les enseña que durante tres semanas vale todo. Así crecen, destruyendo papeleras y todo lo que les venga en gana en función de no se sabe qué gracia de tirar el másclet más gordo, de molestar más. Desde bien pequeños ya se mama el no respetar ni horarios ni lugares públicos ni a nadie. De adolescentes, a alimentar el botellón con las proliferantes discotecas de regetón de cualquier esquina, tengan o no permiso. ¿Qué más da? Sin embargo, la “educación fallera” debería empezar en las escuelas infantiles y enseñar a los padres que las fallas tienen fecha y horario. Pero claro, si el propio Ayuntamiento publica un Bando Fallero que se salta a la torera, difícil tarea la de educar en el respeto.

Qué lástima que una fiesta cuyo origen no puede ser más alentador, la celebración de la primavera, la renovación que consiste en quemar lo viejo para dar paso a lo nuevo y que se alimentaba de la sátira social, de la jocosa crítica al poder hecha por el pueblo, haya quedado en cuatro chistes groseros y las siempre repetitivas, invariables y casposas tetudas que parece no puedan faltar. Es la Valencia del cacaus y tramusos de unos pocos que, sin embargo, se convierten en los amos de la ciudad y en el escaparate al exterior. Paella y fallas. Eso es lo que es Valencia.

La clase política que hemos tenido las últimas décadas ha alimentado el mundo fallero sin ninguna reflexión. Lo contrario sería noticia. Es, como siempre, venta de humo, además, tóxico. Una alcaldesa que ha dejado una herencia lamentable de la que tardaremos años en recuperarnos. Las fallas han sido uno de sus principales eslóganes para convencer de lo grande que es Valencia. Como le gustaba decir a la senadora, “nos situaba en el mapa”. Sólo eso ya debería preocuparnos, seguir el modelo anterior que nos ha llevado a estedesierto donde no crece la hierba y los brotes de inteligencia o se marchitan o emigran. Se le olvida que el mapa nos dio el Mediterráneo como mar de culturas entre pueblos. ¿Mande?

Ese modelo de fallas sigue destilando un rancio olor a macho. No sólo en la iconografía o en los textos dels llibrets. Su organización interna huele a macho:ellos presidentes de la falla, ellas mujer-florero de saludo mecánico y lágrima asegurada. ¿Qué clase de mujer encarna la fallera, qué virtudes se destacan en ella, qué valores propone? Y por favor que alguien explique qué pérdida llora la fallera mayor?Machista, cateta y bullanguera, ¿esa es la imagen que queremos? ¿No damos para más? ¿Nadie se plantea unas fallas respetuosas, sostenibles? ¿Unas fiestas de transmisión de valores, de humor inteligente? ¿Es imposible lograr la convivencia? ¿No existe una normativa a cumplir?

Qué distinto sería volver a la tradición, ese concepto que tanto reclaman, a reciclar lo antiguo. Seríamos entonces una sociedad moderna, acorde con los tiempos, y no un disparate que en tiempos difíciles, cuando es una obligación moral ser solidarios, alimenta el gasto inútil que, además, no es sinónimo de diversión. Las discotecas móviles van a dejar en nada a la ruta del bacalao, lamentable concepto por el que somos conocidos.

Los que apoyamos el cambio apostamos por una nueva sensibilidad que cuide y respete a las personas por igual, que no permita que se vulneren los derechos de miles de ciudadanos, que proteja el medio ambiente. Habría que hacer un análisis de los productos tóxicos que se generan en la combustión de la falla. Humo negro que envenena nuestros pulmones y arruina el espectáculo. Cinco minutos y adiós, en eso queda la cremà. Es antiecológico y sorprende que nadie haga nada al respecto.

Muchos esperamos del cambio una renovación verdadera, si bien las rémoras son grandes. Pero, o se afrontan con decisión o se asume la herencia, una herencia envenenada que lo sigue quemando todo.

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