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El guardián de las joyas del 'pinball' se ve sin sucesor: “Los jóvenes son estúpidos”

Tim Arnold ha coleccionado las máquinas más famosas y también las más peculiares

Cristina Sánchez

A pocos kilómetros del Monte Carlo, el Bellagio o el Caesars Palace, algunos de los casinos más famosos de Las Vegas, hay un anodino edificio gris sin ventanas ni luces en la fachada. Las bombillas de colores lucen en su interior, en las más de 200 máquinas de ‘pinball’ que alberga este templo del entretenimiento del siglo XX. Abierto todos los días del año, el Pinball Hall of Fame es el lugar perfecto para los nostálgicos de este juego: echando una moneda, pueden divertirse con máquinas que tienen más de medio siglo de vida.

En realidad es un proyecto loco, que me está condicionando la vida y del que no gano dinero, no tiene fines de lucro. Simplemente me gustaban las máquinas y nadie más las estaba conservando”, explica Tim Arnold, creador de este museo, a HojaDeRouter.com. “Puedes ir al ordenador y escuchar música ver la tele o ver películas, pero no puedes jugar al ‘pinball’ porque solo existe en el mundo real”.

Además de las que tiene expuestas al público, Arnold tiene almacenadas otras 800 en otro edificio. Es allí donde también se encuentra su desguace de máquinas inservibles, que destripa con cuidado para trasplantar cables y componentes a las que tiene expuestas en el museo cuando lo necesitan. “Tengo que fabricar partes, tengo que sustituir otras partes, tengo que ser muy ingenioso para hacerlo y mantenerlas funcionando”, detalla este sexagenario, uno de los mayores coleccionistas de estas máquinas.

1.000 máquinas que recorren la historia del ‘pinball’

Cuando Tim tenía solo 14 años, compró junto a su hermano y a un amigo su primer ‘pinball’ de segunda mano, del que pronto aprendió todos sus trucos y que aún conserva con cariño. Cobraba 10 céntimos a los colegas que querían jugar en su garaje. Como tantos otros emprendedores en Estados Unidos, fue en la cochera donde Arnold definió su futuro profesional: comenzó allí a arreglar máquinas de monedas estropeadas y a colocarlas en las tiendas.

Unos años más tarde, en 1976, abría junto a un amigo su primera sala de recreativos en Michigan, llamada Pinball Pete’s. Llegaron a tener siete. Sin embargo, poco a poco, las recreativas se iban llenando de videojuegos que desplazaban a los tradicionales petacos. Así que cuando Tim ya había ganado suficiente dinero para vivir el resto de su vida, abandonó el negocio.“Decidí que no me gustaban los videojuegos, así que monté todas mis máquinas de ‘pinball’ en un camión y las llevé a Las Vegas para abrir un museo del ‘pinball’”, señala.

Además de comprar cada nuevo modelo que salía al mercado, este entusiasta había ido adquiriendo los más antiguos, en una época en la que “no había coleccionistas y muchas veces se mandaban las máquinas a la basura”. Entre las reliquias que fue recabando se encuentra una de las primeras máquinas de ‘pinball’ de Estados Unidos que funcionaba con monedas, la Baffle Ball de la compañía Gottlieb, de 1931.

Aquellos años no fueron los mejores para ellas. A partir de los 30, estas máquinas estuvieron prohibidas en las grandes ciudades al ser consideradas un juego de azar en lugar de uno de destreza. En Nueva York, la policía se tomó tan en serio la prohibición que destrozó muchas de ellas a martillazos y tiró sus restos al río Hudson. No fue hasta 1976 cuando Roger Sharpe, un periodista de The New York Times, demostró ante un tribunal en la ciudad que nunca duerme que la habilidad tenía su papel en el juego: logró que la bola se moviera por el tablero de la forma que él había planeado.

Máquinas de diferentes épocas de Gottlieb, Williams o Stern Stern (la única de las tres que, además de sobrevivir, sigue construyendo máquinas de ‘pinball’, como esta de ‘Juego de Tronos’), una Impacto de la empresa española Recreativos Franco que data de 1975 o una Superman de la famosa compañía de videojuegos Atari de 1978 figuran en su colección, que también incluye otras modernas. Las más populares, como la de la Familia Adams de 1992 —de la que se comercializaron 20.000, por lo que es considerada como una de las más vendidas—, contrastan con otras que ni siquiera llegaron a venderse, por lo que podemos “ir al museo y jugar a juegos que no existieron en ningún otro sitio”.

Arnold afirma que no tiene una máquina preferida. “No tengo una favorita porque me gustan todas y como conservador no tengo que dar una opinión”, asegura con seriedad. Tampoco cree que conseguirlas tenga especial mérito: la “parte difícil” es “mantener las máquinas reparadas” para que los visitantes puedan viajar al pasado jugando con ellas.

El museo que abre todo el año

Arnold se toma su trabajo muy en serio: abre su salón de la fama, en el que también colabora su mujer, los 365 días del año. De hecho, asegura que ha asistido al museo cada día desde hace once años, cuando lo abrió. “Si doy las llaves a alguien más, llegaré un día y me encontraré que alguien ha robado las máquinas”, se justifica, añadiendo además que lo hace porque “en Las Vegas, todo está abierto todo el tiempo”.

Ahora bien, a diferencia de la mayoría de establecimientos en la ciudad de los casinos, el Pinball Hall of Fame no es un negocio. “No tenemos hojas de cálculo, no tenemos ordenadores, no tenemos estudios de mercado… Nos levantamos cada mañana y decimos ‘recuerdo que esto era divertido’”, explica Arnold. Las monedas que recauda se destinan principalmente a pagar las facturas de la luz y a mantener el local, ya que sus colaboradores son voluntarios. Dona el resto al Ejército de Salvación, una organización benéfica protestante presente en más de un centenar de países del mundo.

Pese a ello, Tim ha conseguido que su local sea especialmente célebre entre los amantes de este juego. En él se ha celebrado el Campeonato Nacional de Pinball de Estados Unidos los dos últimos años, organizado por la International Flipper Pinball Association, una organización que lucha por visibilizar este juego y volverlo a convertir en “un deporte competitivo”. Sin embargo, hay otros museos dedicados a este entretenimiento en Estados Unidos, como el Pacific Pinball Museum de California o el Ann Arbor Michigan Pinball Museum, con los que Tim mantiene el contacto.

Lógicamente, con tanto tiempo como ha pasado en su museo, ha vivido todo tipo de estrambóticas situaciones entre sus paredes. De tener que expulsar de sus dominios a los que golpean indebidamente alguna de las máquinas (compara su política de admisión con la de un club nocturno) a ser demandado por un jugador. John Luckett, el sujeto en cuestión, se negó a marchar después de que Arnold le pidiera abandonar el local porque era la hora de cierre.

El coleccionista logró expulsarle del local, pero Luckett le demandó por once motivos distintos, entre ellos asalto, incumplimiento del contrato al apagarle la máquina o discriminación. El demandante incluso reclamaba 300 dólares (284 euros) por las sesiones de terapia a las que supuestamente había tenido que acudir tras el suceso. No era un tipo cualquiera: había presentado más de 40 demandas en diferentes estados desde su adolescencia. “Tienes que entender que todos los estadounidenses están completamente locos”, acaba justificando Arnold, que también se atribuye a sí mismo ese calificativo.

Luckett no es el único que se ha ganado la enemistad de Tim Arnold. Según asegura, el mismísimo Elton John le dejó dinero a deber. Supuestamente, un equipo de rodaje grabó sus reliquias (entre ellas Captain Fantastic, una máquina inspirada en la película ‘Tommy’, la adaptación cinematográfica del disco homónimo de ‘The Who’ en la que aparecía el famoso cantante) para la producción del espectáculo ‘Red Piano’ del artista británico en el Coliseo del Caesars Palace. Siempre según la versión de Arnold, acordaron que le pagarían 500 dólares (unos 475 euros) y le regalarían entradas para ver la actuación. “Prometió pagarme y nunca lo hizo”, defiende. “Odio a Elton John, Elton John no paga sus cuentas”.

“Los videojuegos han dañado sus cerebros”

Tras casi medio siglo dedicando su vida al ‘pinball’, primero por negocio y después por amor al arte, ¿le siguen quedando ganas de jugar? “Mi vida laboral es el ‘pinball’, así que la última cosa que quiero hacer cuando acabo es más ‘pinball’”, sostiene. Ser el guardián de esas máquinas ha acabado provocando que casi no toque los pulsadores por placer.

Aunque por el momento no tiene pensado retirarse (cree que está en “buena forma física” para seguir llevando las riendas durante “cinco o diez años”), sí se ha preguntado en más de una ocasión qué pasará con su museo. Considera que alguien podría estar interesado en comprar la colección por “4 o 5 millones de dólares”, el precio en el que él mismo la valora, aunque también cree que podría acabar echando el cierre.

Ha barajado la posibilidad de formar a un joven sucesor capaz de sustituirle, pero no parece convencido. “Lo he intentado, pero los videojuegos han dañado sus cerebros, sus cerebros están muertos”, defiende este firme opositor al entretenimiento digital. “Los videojuegos están diseñados para los niños” y el ‘pinball’ es para los adultos [...] Los videojuegos son increíblemente estúpidos“.

Además de esta encendida soflama contra los videojuegos (considera al ‘pinball’ un juego “de más alta clase”), Tim Arnold opina que a los jóvenes ya no les interesa arreglar trastos viejos. “Los chicos son demasiado estúpidos para seguir arreglando cosas. Nadie arregla sus teléfonos, los tiran. Si tu televisión se estropea, no la arreglas, la tiras. Así que, ¿por qué un niño va a pasar su tiempo con la electrónica cuando no hay futuro en ello?”

¿Pero de veras cree este excéntrico coleccionista que ningún entusiasta en el mundo tendrá la destreza y las ganas necesarias como para custodiar sus 1.000 máquinas? “Si conoces a algún chico inteligente, dile que venga a Las Vegas y pase cinco años trabajando gratis para aprender a hacer todas estas cosas. Le enseñaré y después de esos cincos años, le daremos el salario mínimo y puede vivir el resto de su vida trabajando duro sin ser pagado por ello”. Escuchando su propuesta, parece claro que solo un entusiasta o un loco —como él mismo se autodenomina— podría estar dispuesto a aceptarla.

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