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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Ikea, el ladrillo y Ken Robinson

La conveniencia de los deberes ha generado un gran debate en la comunidad educativa. |

Javier Fernández Rubio

Ken Robinson es uno de los mayores expertos mundiales en creatividad y educación. Él es una de las voces que con más insistencia y fundamento reclama un viraje radical en el planteamiento de la educación en nuestras sociedades. Sus charlas, tan amenas como demoledoras, tienen una legión de seguidores, lo que se conoce no es suficiente para cambiar un sistema que lamina toda diferencia y se centra en la producción de ciudadanos 'planos' , seleccionados mediante métodos decimonónicos estrictamente cuantitativos y cuya única finalidad en esta vida parece ser producir y callar. Nuestras autoridades, siguiendo el ejemplo de sus ancestros, continúan colocando en el muro decenas de miles de ladrillos cada año.

Empecemos por el principio. Todos hemos alcanzado el consenso de que la educación es un derecho. No obstante, el concepto es insuficiente sin más, toda vez que en nuestra sociedad ya se cuestiona la misma pervivencia de los derechos.

Algunos matizan la palabra derecho y yo el primero, pero en sentidos opuestos. Recientemente, un opinador indicaba en un medio de comunicación regional que los derechos hay que ganárselos. “Los derechos no basta con desearlos, hay que merecerlos y merecerlos consiste en hacer lo que hay que hacer para obtenerlos”, decía Ignacio Gardoqui en El Diario Montañés esta misma semana. Como frase (y Gardoqui se refiere en este caso al 'derecho al empleo' y derechos relacionados como las pensiones y la jubilación), me reconocerán que queda de un calvinista subido (al fin y al cabo quien tenga un buen trabajo será porque se lo ha ganado y en ello se revelará la Gracia divina, encarnada en la ministra de Empleo y su vicaria en la Tierra, la Seguridad Social) y habrá muchas personas que coincidan en ello, no lo dudo.

Sin embargo, tiene trampa. Si un derecho hay que ganárselo, ¿tendremos que ganarnos nuestro derecho a tener, por ejemplo, una vida digna? A partir de aquí se disparan las preguntas como saetas de un cupido ebrio: ¿Qué tengo que hacer para ser digno de vivir o acceder a un sistema educativo? ¿Cómo puedo merecer mi derecho a vivir bajo un techo y no helarme en invierno? ¿Cuál es el significado del verbo 'merecer'? ¿Quién se erige en juez y con qué 'derecho' para dictaminar quién es digno de un derecho y quién no lo es? ¿Se merecerá el árbitro también su derecho a 'derechizar'? ¿Será democráticamente elegido o por concurso-oposición?

Sé que puede resultar demagógica toda esta retahíla, pero es lo que tienen las ideas demagógicas, que no se merecen otra cosa que reducirlas al absurdo para constatar su inconsistencia.

Los derechos son inmanentes. Son porque somos y mientras seamos ahí estarán. Hablo de cosas básicas, no de banalidades como el derecho a tener una consola, asistir a un espectáculo taurino o disfrutar de vacaciones pagadas en Benalmádena. 

La educación es uno de esos derechos sustanciales, constitutivos de la persona y de nuestra sociedad. Sin él, no sería entendible el 'nosotros'. Pero ese derecho, como decía, hay que matizarlo. Y hay que matizarlo 'a más', no 'a menos' hasta el punto de cuestionarlo. El debate no ha de ser si uno se merece o no recibir educación (eso ya no es suficiente), sino a qué tipo de educación tenemos derecho acceder y al cumplimiento efectivo de ese derecho. 

Creo que al ciudadano no le basta el derecho a acceder a una educación, sino el derecho a recibir 'la mejor educación'. ¿De qué sirve enviar a los niños y jóvenes a centros sin medios, con personal burocratizado y planes de estudios enfocados a la producción de modélicos oficinistas? ¿Cuál es el sentido de los deberes si no es el de obtener buenas notas y con ello elevar los estándares de centros, y con ello presumir de resultados, y con ello obtener más matrículas, es decir, rentabilizar el negocio educativo? ¿Qué tiene que ver realmente esto con la educación íntima de los ciudadanos, con la construcción de la persona?

En países como Finlandia no hay distinción entre colegios buenos o malos. Y no la hay porque todos los colegios son buenos. Del mismo modo que no existe el pago de matrículas porque está prohibido. Así, quien tiene recursos estará tan interesado como el que más en una educación pública de calidad, que es el derecho, y el colegio a la vuelta de la esquina tendrá un grado de excelencia comparable a cualquier otro. Se nivela por arriba, sin discriminar a nadie y sin crear sistemas paralelos vinculados al poder adquisitivo. Los resultados son excelentes, pasando el país en pocas décadas de ser un paria educativo a estar a la cabeza del mundo, se mire desde el punto de vista que se mire.

Y aquí entra de nuevo el amigo Robinson. Una educación de calidad tiene que responder primero a la pregunta de qué significa realmente educar. El se hace esa pregunta de forma sencilla: “¿Mata el sistema educativo la creatividad?”. Obviamente, sí. Todos lo hemos comprobado durante años por nuestra propia experiencia educativa. Criminalizar a los niños que se salen de la norma, cuyos talentos son considerados superfluos y, por lo tanto, han de ser reconducidos al carril de la salida laboral convencional no es más que proscribir la creatividad, santificar la mediocridad y producir una generación de ciudadanos reprimidos en sus posibilidades y frustrados no solo en cuanto a sus expectativas laborales, sino, lo que es mucho más importante, en cuanto a sus expectativas como personas. Todo aquel alumno que se sale de la norma, bien en cuanto a su talento, bien en cuanto a su comportamiento, está condenado a convertirse en carne de cañón o ser empastillado sin freno. 

Nuestro sistema educativo es una carrera de obstáculos que tiene su piedra clave en el boletín de notas. Y como todos sabemos, la nota no es más que un medio de valorar cuantitativamente un hecho puntual, como es la retención memorística de contenidos, en un momento dado. Como sistema evaluador es pobre y nada que ver con lo que el ser humano es, puede ser y cómo evoluciona. 

Las notas son la constatación de un fracaso, como lo es el estudiante que, presionado por la dialéctica de la nota, pone todo su celo no en aprender, sino en aprobar, que es distinto, con o sin ayuda de recursos que se salen de la legalidad de un examen. Aprobar sea como sea es la renuncia implícita a la exigencia de una alternativa educativa que haga trizas un sistema caduco creado en el siglo XIX para seleccionar a los buenos y tirar a la basura a los menos buenos.

Los deberes y las notas son la evidencia del fracaso de un sistema que, paradójicamente, no es precisamente barato. Los niños son abrasados con deberes para que los directores de colegios puedan presumir de resultados. No fracasan los alumnos, porque el ser humano nunca puede definirse como un fracaso, lo que fracasa es el sistema. No deja de tener gracia que en un mundo presidido por la eficiencia se financie un artefacto tan caro con resultados tan pobres. 

Ikea nos sugiere en su publicidad que también se puede aprender mucho fuera del colegio... comprando en sus establecimientos y usando sus productos. Nada nos dice Ikea de las condiciones laborales de sus trabajadores, de si están realizados personalmente y su trabajo es digno y enriquecedor. Nada dice de si sus empleados tienen algún momento libre en el día para dar clases de geografía a sus hijos durante la cena. Pero si Ikea tiene que decirnos cómo educar es que algo falla. Como mal menor, espero que las autoridades, ya que no prestan atención a los que saben ni a sus ciudadanos, le preste algo de atención a las multinacionales. 

Y de paso que Ikea venda los muebles montados para que los compradores no distraigan tiempo de sus hijos.

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