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Coreografía política y zonas de penumbra

Imma Aguilar Nàcher

Asesora de Ciudadanos —

Estaba yo dando vueltas a la posibilidad de que emitieran por streaming las mesas de negociación en las que se va a propiciar una mayoría para la investidura de un presidente del Gobierno, cuando leí la sentencia de Miguel Ángel Aguilar. Era algo así como “En el amor, como en las negociaciones, se necesitan zonas de penumbra”. Y entendí de sopetón que la transparencia es perfecta cuando existen zonas de penumbra que contradigan la máxima iluminación.

Las negociaciones son coreografía política, con pasos muy preparados en la que todos deben bailar al unísono. Negociar es bailar en grupo, por lo que se necesita una gran preparación previa y un alto nivel de conocimiento del género, de la época de la música. El público no importa hasta la representación final. El espectáculo es el final de una serie de ensayos, horas de trabajo y preparación. Negociar es empezar, preparar, debatir, escribir, proponer y convencer; leer, empezar, preparar, debatir, ceder y convencer.

Solo los defensores de la luz pueden proponer zonas de penumbra, la luz lo es porque existe oscuridad. Y vean que no digo opacidad sino oscuridad. La oscuridad inspira, permite imaginar, arropa, provoca sinceridades, anima a la verdad, y lo que esconde no es relevante para ese momento. Ocurre así también en el amor. Esa parte íntima, no invadible de los amantes que se hablan a espaldas del público, que se tocan al final del patio de butacas, que se arrullan al apagarse la luz, señal inequívoca de que algo va a empezar.

La transparencia total te obliga a la verdad pero no permite la sinceridad. La verdad transparente en política es publicidad, puro marketing, diferenciación y posicionamiento. Los negociadores dibujan amplias sonrisas o aparentan gestos estirados, según convenga a la estrategia. Hemos salido satisfechos o hemos puesto condiciones. Las portadas de los medios reflejan los gestos predeterminados que los equipos han definido. Es tiempo de comunicación política, de marcos y focos.

Todo este rito de los acercamientos y las distancias es pura coreografía política, la del baile de los significados. Significa quiénes están en las mesas, el orden de los encuentros, la duración -que, a veces, se alarga más de lo que realmente dura para demostrar el desencuentro que no hay-. La coreografía conlleva acuerdos para decidir los pasos previamente. Y los que somos coreógrafos políticos exigimos disciplina y trabajo duro de preparación, somos inflexible con los bailarines. No podemos dejar que un mal paso o un traspiés nos haga repetir y volver a empezar, o lo que es peor, seguir por un camino equivocado. Me recuerda tanto al amor, como a Miguel Ángel Aguilar. Cambien los términos “políticos” por “amorosos” y “política” por “amor”. Y en ambos casos siempre hay público.

La representación final concita al público que asiste al espectáculo del escenario iluminado con los focos. Los fotógrafos y las cámaras. Las primeras filas y los palcos. Danzad, danzad, malditos. Pero la verdadera realidad está en la penumbra de las bambalinas, la que nos ha llevado hasta este punto de la historia. Se necesitan zonas de penumbra para abrirse a las debilidades y reconocer las carencias, para pedir por favor y prometer lo que aún no es tuyo. En la intimidad de las mesas negociadoras no hay postureo, hay complicidad donde en el escenario muestran desavenencias. O al contrario, hay desencuentros insalvables que, bajo el foco de la luz, se aprecian como compadreo. Es un doble juego de inteligencias, la de los negociadores y la de los que interpretan sus gestos. La verdad nunca se sabrá, no se debe saber. La verdad es la que veamos a la luz. Ya lo anunció Platón.

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