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Hipocresías en el discurso político sobre la Fiscalía

Fiscales de Audiencia Nacional y Anticorrupción, en una imagen de archivo.

Salvador Viada Bardají

Fiscal del Tribunal Supremo —

En 2007 se tramitó una importante reforma del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal en pleno gobierno del PSOE. Durante la tramitación de esa ley, el representante del PP dijo en el Pleno del Congreso sobre el proyecto remitido por el Gobierno lo siguiente, según se lee en el Diario de Sesiones:

"Lo cierto es que el proyecto refuerza la vinculación política del fiscal con el Gobierno que lo nombra, obvia cualquier contrapeso del Consejo Fiscal y fortalece la estructura personalista del fiscal general, convirtiendo el principio de jerarquía en auténtico caudillaje. Lo de la supuesta objetivación del nombramiento y cese del fiscal general a mí me parece cómico, de verdad".

El Proyecto de Ley socialista salió adelante con alguna modificación relevante, pero en lo esencial tal como había llegado a la Comisión. No ha habido, salvo una pequeña en 2009, otra reforma de la Ley rectora de la actuación de los fiscales. Han pasado diez años y ahora gobierna quien consideraba el principio de jerarquía en la Fiscalía como un “auténtico caudillaje”.

Pero ahora lo hace con otro tono, con toda la comprensión del mundo, ensalzando la autonomía de la Fiscalía –nada queda ya de aquella “vinculación política” con el Gobierno– y resaltando la vigencia de los instrumentos internos de resistencia profesional a las instrucciones de la jerarquía.     

Imaginemos por un momento que a aquel político del PP que combatía con fiereza por la autonomía de la Fiscalía en el año 2007 se le hubiera presentado una situación como la de ahora. Es decir:

  • Un nuevo fiscal jefe Anticorrupción que es elegido tras saberse que quienes van a ser investigados por él –personas que han ostentado cargos de enorme importancia política en el Partido que gobierna– conspiran para que gane la plaza;
  • que se le nombra dando pábulo a la suposición de que los investigados tienen el poder suficiente para que el Gobierno se mueva para nombrarles un fiscal a medida;
  • que el fiscal general en funciones no está de acuerdo con ese nombramiento ni tampoco con descabalgar a otro fiscal jefe de la Jefatura de la Audiencia Nacional –quizá la más importante Fiscalía de España–, con el resultado de que el Gobierno no renueva a ese fiscal general en funciones sin expresar causa alguna;
  • que el nuevo fiscal general es advertido por doble vía de las conversaciones interceptadas de los investigados que le elogian a él mismo, y también al candidato que los investigados desean para Anticorrupción;
  • que a pesar de eso, la Asociación de Fiscales –cuyo anterior portavoz dejó la portavocía hace unos meses al ser fichado como asesor del ministro– concede sus votos, los únicos que obtiene el polémico candidato en el Consejo Fiscal, al deseado por los investigados;
  • y que el nuevo portavoz de la mencionada asociación es elegido en el mismo Consejo Fiscal como fiscal jefe de la Fiscalía de la Audiencia Nacional, siendo el más moderno de todos los peticionarios, también únicamente con los votos de la Asociación de Fiscales, con lo cual se produce también el cambio en la Jefatura de esa Fiscalía que no quería el anterior fiscal general.

Imaginemos que esa situación se complica con una actuación en la que, desde los primeros días, surgen dificultades entre los fiscales que llevan el asunto contra uno de los interlocutores en las conversaciones y el fiscal jefe recién elegido, que trascienden y crean una enorme alarma social.

¿Qué diría ese político que tan acertadamente criticaba el proyecto de ley socialista sobre “la vinculación política del fiscal con el Gobierno”? ¿Qué hubiera dicho el PP ante esta situación si afectara a otro partido? ¿No hablaría de politización, de “caudillaje”, de dimisiones y ceses? Yo imagino cosas muy parecidas a las que ahora se oyen desde la oposición y me parecería perfectamente bien. 

El problema de estas hipocresías, que alguno verá lícitas en el juego político, es que aquí afectan a la Justicia. Que la Justicia debe estar ajena a estas maniobras y que todos deberían tener la misma sensibilidad ante los ataques a la imparcialidad de la Justicia, de la Fiscalía en este caso, vinieran de donde vinieran. Abochorna, sin embargo, ver que se sigue considerando la Fiscalía como botín electoral y que todo cuanto se dijo antes en la oposición sobre la manipulación política de la Justicia se olvida tan rápido como se tarda en formar Gobierno.   

Me atrevo a asegurar que ahí está una de las causas de la corrupción asfixiante que padecemos, ya que la relación entre la politización de la Justicia y la corrupción política es absolutamente estrecha; y me atrevo también a afirmar esto no tendrá remedio, por lo que a la Fiscalía se refiere, hasta que una reforma no cambie el modo de elegir al fiscal general y sea una amplia mayoría del Congreso la que tome la parte fundamental de esa decisión. 

Por lo que afecta al caso que nos ocupa, hay otra cuestión que creo que hay que abordar.  En la Audiencia Nacional fue admitida recientemente la recusación de algunos magistrados para enjuiciar un asunto concreto por su aparente pérdida de imparcialidad objetiva, al haber sido sus carreras profesionales impulsadas por un partido político afectado por ese procedimiento. Ese factor de pérdida objetiva de la imparcialidad debe afectar también a los fiscales y singularmente a la jerarquía de los fiscales.

Aquí no hay duda de que la elección del fiscal jefe Anticorrupción obedece a una voluntad muy clara del Partido Popular y de un sector de la Fiscalía afín al mismo. En mi opinión, eso es un problema de origen que suscita dudas sobre el deber de abstención –a los fiscales no se nos recusa– de ese fiscal en ciertos asuntos, lo que no deja de ser un inconveniente en la Fiscalía Anticorrupción. La elección del fiscal jefe Anticorrupción debería, en mi opinión, recaer en un profesional de especialización muy contrastada, pero sobre todo en alguien que no suscite desconfianzas en una parte muy importante de la población y de la inmensa mayoría del arco parlamentario por su afinidad con quienes le eligen. 

En el ámbito estrictamente profesional esta situación es perturbadora para la propia Fiscalía Anticorrupción. Los fiscales no pueden trabajar así, con esta presión diaria. Recuerdo una situación parecida, de mucha menor intensidad que esta, que sufrí hace muchos años en la Fiscalía de Madrid.

No hay manera de encontrar sosiego, de encontrar la salida equilibrada al estudio de las causas, a la corrección de las decisiones que se toman; no hay forma de pensar equilibradamente las estrategias procesales a seguir si el fiscal jefe es noticia permanente, si está en revisión todo el sistema organizativo, si se dan órdenes o instrucciones contrarias a la línea que sostenía el anterior fiscal jefe; si tienes el temor de que te quiten los asuntos que has llevado en el pasado y que conoces profundamente.   

Estoy seguro de que tampoco el fiscal jefe, al que conozco desde hace muchos años, puede trabajar con eficacia en estas circunstancias. Si alguien pensó que hacía falta cambiar el modo de actuación en la Fiscalía Anticorrupción para mejorar su eficacia habría que haber estudiado su funcionamiento antes, actuar con tranquilidad, adoptar medidas organizativas no orientadas en ningún caso a asuntos concretos que suscitaran la sospecha de intereses políticos, pensar a medio plazo, y sobre todo tratar de preservar el prestigio de la Fiscalía y evitar la sensación de manipulación política de la misma, que en esta Fiscalía es garantía de descrédito.

Es una pena que el fiscal general no lo vea igual –el que manda, manda–, pero creo que este daño se podría fácilmente haber evitado.

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