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El efecto boomerang de llevar a juicio el discurso del odio

Los Mossos inmovilizan y retiran de la vía pública el autobús transfóbico de HazteOir, con las pegatinas de "censurado".

Laia Serra

Abogada penalista —

El hate speech o discurso del odio es un término que los organismos internacionales todavía no han logrado consensuar y que se proyecta sobre  diversos ámbitos legales. La sociedad civil y los tribunales suelen desconocer de dónde proviene, qué busca impedir y con qué herramientas. Ante su vertiginoso avance y el peligro que representa, la Administración está pasando de la impunidad total al extremo opuesto: la judicialización en clave penal.

Todos los convenios internacionales prevén la existencia de la libertad de expresión como un derecho limitado que puede ser sometido a restricciones cuando atente contra la dignidad de los demás. Su limitación debe ser excepcional y debe obedecer a una “necesidad social democrática”, justificación que va más allá de la lesión a derechos individuales. El discurso del odio es una catalogación pensada para los mensajes que o bien incitan a la violencia o bien atentan muy gravemente contra la dignidad de una persona que ha sido seleccionada por su pertenencia a un colectivo tradicionalmente discriminado. El discurso del odio es un mecanismo de poder social que busca perpetuar la subordinación de determinadas personas por razón de su origen, color de piel, identidad de género, etc. El fenómeno es grave ya que causa un triple daño: a la persona, al colectivo al que pertenece y a los valores que fundamentan la organización social: dignidad, igualdad y libertad.  

Cuando se disparan mensajes transfóbicos como el del autobús de HazteOir, es legítimo y comprensible que desde los colectivos trans* se demande una respuesta contundente a las instituciones, que hasta la fecha han permanecido inertes antes sus demandas de intervención y su dolor colectivo. Pero antes de reclamar cualquier restricción a la libertad de expresión, hay que pensar en términos estratégicos con un análisis a corto, medio y largo plazo. Cada restricción que se fija genera un precedente que afectará a toda la sociedad, incluido el colectivo reclamante.

Judicializar como delito un mensaje discriminatorio puede generar alivio a corto plazo pero puede acabar siendo contraproducente a la larga. Utilizar la artillería más pesada –la penal– tiene consecuencias: si al final del recorrido judicial se da la razón al emisor, por desproporcionalidad en los medios empleados para restringir la libertad de expresión, se acaba empoderando al emisor y generando aún más daño al colectivo agraviado. Europa nos muestra diversos ejemplo de cómo la extrema derecha ha ganado muchas batallas legales y ha logrado aún más difusión de sus mensajes intolerantes al erigirse en “mártires” de la libertad de expresión.

En un contexto de creciente desigualdad social en que los medios de comunicación, en su mayoría, responden a intereses económicos o partidistas, la herramienta de acción política más potente de la sociedad civil, para hacer oír sus reivindicaciones y fiscalizar las instituciones, es la libertad de expresión. Por eso es tan importante reivindicarla, aún sabiendo que se cometen muchos excesos. Algunos de ellos precisamente por los propios colectivos sociales en situación de discriminación. La UNESCO planteaba en su último informe sobre odio e Internet que no se puede exigir a la crítica política que sea amable y educada en medio de tanto dolor social. La incisividad, el humor negro, la sátira y la producción artística transgresora siempre han sido patrimonio del sector social crítico. Y aún más importante es tener en cuenta que  quienes dictan las Leyes y quienes las aplican siempre forman parte de los grupos dominantes, que nunca convergerán con las reivindicaciones de los colectivos en situación de discriminación.

Si vamos bajando el listón de lo que se puede decir y dejamos en manos del legislador y del poder judicial su fijación, acabarán sufriendo la mordaza precisamente quienes reivindicaban su restricción con contundencia. No es la primera vez que asistimos a la perversión del uso de herramientas legales previstas para proteger determinados valores, en su contra. Es necesario movilizar nuestra inteligencia colectiva para decidir cómo respondemos al creciente discurso del odio sin sepultar la libertad de expresión. De momento, los tribunales nos están adelantando por la derecha y  actuando con discutible criterio. A la vista está quienes están siendo condenados.

Los límites a la libertad de expresión se deben fijar caso por caso. Para ello, existen una serie de parámetros que nos proporcionan organismos internacionales como Naciones Unidas, la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), la Comisión Europea Contra el Racismo y la Intolerancia (ECRI) o el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. En síntesis, determinan que la restricción debe pasar un triple filtro: tiene que estar prevista por ley, tiene que ser proporcionada en sí misma y en la sanción que se le aplique y además, tiene que responder a una “necesidad social democrática”. Si no se cumplen todos ellos, ante el riesgo derivado de las consecuencias adversas asociadas a cualquier restricción de la libertad de expresión, entienden preferible que el Estado no intervenga.

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos, además de ese filtro, tiene en cuenta factores como quién emite el mensaje: individuo, periodista, artista, líder político o religioso, colectivo social; el alcance de la difusión; la intencionalidad de la misma;  la persona o colectivo agraviado; el contexto social y político y las consecuencias de todo tipo  derivadas de la restricción. Por contra, a nuestros Tribunales parece importarles demasiado quién emite la crítica y a quién se critica y caen en peligrosas confusiones entre discurso del odio y apología del terrorismo.

La lucha contra el discurso del odio es una cuestión de bisturí, no de brochazo. Los organismos internacionales insisten en que para combatirlo hay que partir de la legitimidad de cada restricción, y esta depende de su adecuada graduación. Hay un primer nivel de mensajes que pueden inquietar, molestar o chocar pero que deben permanecer impunes porque así lo requiere el debate político que asegura el pluralismo. Hay un segundo nivel que avala la restricción, pero con medidas como las condenas civiles a una indemnización por daños y perjuicios o las sanciones administrativas de leyes anti discriminatorias sectoriales como las leyes LGTBI autonómicas o la ley de prevención de la violencia en el deporte. Y en el último peldaño, para los casos extremos, se sitúan los delitos penales.

Si erramos en la proporcionalidad de la herramienta usada para restringir, condenamos al fracaso la intervención protectora y, aún peor, podemos restar legitimidad al colectivo reclamante que puede pasar de agraviado a ser juzgado como represor de derechos fundamentales. Si se hace un uso extensivo del delito de odio “estrella”, el recientemente reformado Articulo 510, se corre el riesgo de desnaturalizar esa herramienta y de acabar topando con la dolorosa impunidad al final del recorrido legal.

La estrategia de cómo responder al discurso del odio tiene que ser consensuada en primer lugar por los colectivos que lo sufren habitualmente. La pregunta a responder es doble: ¿existen herramientas legales adecuadas? Y en caso afirmativo, ¿la vía sancionadora, sea civil, administrativa o penal es la más efectiva? Todos los organismos internacionales que vienen estudiando la materia proponen medidas de actuación legales y otras no legales, puesto que estas últimas nunca son suficientes. El discurso del odio es un asunto político que no puede resolverse a golpe de sentencia. Ninguna red captura entera la mar.

El ejemplo de la respuesta al autobús de HazteOir, es muy ilustrativo. Ha sido muy positivo que la sociedad civil y las instituciones se posicionen al lado de los colectivos trans*. Por fin la transfobia se rechaza con unanimidad y se pone en el centro del debate público el derecho a la autodeterminación del género y el necesario fin de la patologización. Más allá de la sanción, el éxito se debe  probablemente a la respuesta colectiva. Los movimientos sociales acumulamos mucha inteligencia colectiva y una capacidad comunicativa muy potente como para delegar en el Estado todo el peso de la lucha contra el discurso del odio. Tenemos sobrada capacidad para responder y neutralizar los mensajes tóxicos con potentes campañas comunicativas. Murales en las escuelas, comunicados, tuits, artículos de opinión, memes, vídeos virales, autobuses violetas y muchas otras más, que han dejado en evidencia a quienes propugnan la discriminación y han evidenciado nuestra fuerza colectiva.

Hay que partir de la base de que siempre existirán quienes busquen expandir estos discursos intolerantes. La garantía del éxito quizás no esté tanto en que no puedan decir lo que piensan sino en potenciar la contra-narrativa de los colectivos en situación de discriminación, las alianzas estratégicas y el sentido crítico general –sobre todo el de la juventud– que asegure que el mensaje no llegue a intoxicar.

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