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Violencia e intimidación vs consentimiento

Manifestación en Madrid contra la puesta en libertad de la manada / Fernando Sánchez

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El ataque constante a la ley del solo sí es sí y, sobre todo, al Ministerio de Igualdad dificulta distinguir cuándo el disenso reside en la crítica jurídica, en el interés partidista o en el machismo recalcitrante. Mientras tanto, las grandes damnificadas de esta tormenta perfecta son las mujeres, que se sienten abrumadas por el desconcierto y la inseguridad. 

La propuesta de reforma de la ley del PSOE aterriza en este escenario en un momento en el que la Ley ni tan solo ha podido desplegar ninguna de sus virtudes. Se pretenden equilibrios imposibles, por ejemplo, cuando se esgrime el “efecto indeseado” de las rebajas de las penas para justificar veladamente la reforma, para acto seguido admitir que esta no podrá frenarlas. A pesar de que la reforma reivindica su respeto al espíritu de la Ley, dado que mantiene indemne su definición de consentimiento, lo que persigue es neutralizar su innovador esquema delictivo. 

El Código Penal anterior dividía los delitos sexuales con base en dos factores que, combinados entre sí, creaban cuatro escenarios posibles: los abusos con o sin penetración y la agresión con o sin penetración. La ley del solo sí es sí eliminó la distinción entre abuso y agresión y conservó la distinción entre los casos con o sin penetración. La Ley proyectó la graduación de las penas según la gravedad del caso, ampliando la horquilla de penas e incorporando un delito agravado que englobaba una serie de modalidades más reprochables, como la de la actuación en grupo o la de la sumisión química. En síntesis, la nueva Ley no hacía desaparecer la violencia y la intimidación, sino que estas pasaban de ser un elemento que determinaba el encaje en uno u otro delito, a ser un elemento en base al cual graduar la pena aplicable.  

La reforma del PSOE supone una enmienda a la totalidad de este esquema, porque resucita la violencia y la intimidación como factores determinantes de un tipo u otro de delito. El enfrentamiento sobre el protagonismo que tienen que tener la violencia y la intimidación en el esquema delictivo proviene de una apuesta conceptual y ética –si ponemos el foco en el modo comisivo del delito, estamos relegando la ausencia de consentimiento en la definición del delito– pero también de una apuesta estratégica o práctica. 

El Código Penal previo a la Ley se está denominando como el “Código de la Manada” porque el hecho de tener que probar la existencia de violencia o intimidación, en un sistema judicial sin perspectiva de género, ha venido provocando que multitud de agresiones sexuales fueran erróneamente interpretadas como abusos, infravalorando el atentado a la libertad sexual de las mujeres que suponían. La cifra estadística de condenas por uno y otro delito muestra esta tendencia generada por la aplicación práctica de ese esquema delictivo por parte del sistema judicial.  

En la práctica jurídica, hemos venido chocando años y años contra los mismos muros. A pesar de la abundante literatura forense sobre violencia sexual, en los juicios, de forma sistemática, si no había lesiones -sobre todo genitales- no se lograba asentar la tesis de la agresión sexual. La interpretación de la intimidación todavía era un terreno más arduo. 

Antes de ahondar en la problemática de la intimidación, cabe resaltar que una de las virtudes de la Ley del sí es sí que no ha merecido suficiente atención es el hecho de que esta parte de la ausencia de consentimiento. Este enfoque empuja el análisis del consentimiento al discernimiento de los elementos objetivos que avalarían su existencia, dejando atrás el paradigma del “no es no”. Según este, solo había delito si la mujer rechazaba de forma explícita la imposición sexual, desconsiderando muchas formas de negativa no confrontativa y sobre todo, cargando de forma injusta a las mujeres con la responsabilidad de exteriorizar negativas que no estaban en posición de poder expresar debido a la intimidación. 

La intimidación se ha venido interpretando de forma inapropiada. Los operadores jurídicos no han querido o no han sabido ver qué factores atravesaban las situaciones de violencia sexual y han venido realizando un análisis de brocha gorda de la intimidación, reservándola demasiado a menudo para casos extremos en los que había amenazas o uso de instrumentos peligrosos. El análisis de la intimidación no ha comprendido que la misma reside en un entramado de factores coercitivos e inhibidores que son los que logran imponer las relaciones sexuales no consentidas. En los casos más avanzados, como la sentencia de la Manada, el sistema judicial ha alcanzado a perfeccionar el concepto de intimidación ambiental, pero que sigue sin atender a los ejes de poder presentes entre víctima y agresor, como podrían ser el vínculo con éste o la situación administrativa de la mujer, y a factores sociales como la desigualdad de género, la socialización en la inhibición de la respuesta ante las violencias o la certeza de la falta de credibilidad de la palabra de las mujeres. 

Detectados los problemas de interpretación sobre el concepto de violencia y de intimidación, es cierto que cualquier procedimiento judicial sobre violencia sexual enfrenta la dificultad de la prueba sobre los hechos. Esa dificultad probatoria responde en parte a la clandestinidad habitual en la que suceden esos hechos, pero, en gran parte, también responde a la forma de evaluar la prueba. Esta se centra en evaluar la credibilidad de las víctimas y a menudo deja de tomar en consideración otros elementos probatorios. A su vez, el análisis de credibilidad de las víctimas, en lugar de atender a los elementos objetivos que respaldan o no su relato, se dedica a hacer valoraciones sobre la razonabilidad de sus conductas, con base en estereotipos de género, a pesar del abundante y consolidado conocimiento científico existente sobre la materia. 

No podemos dejar de tener en consideración el resultado práctico que nos ha dejado el esquema delictivo centrado en la violencia y en la intimidación. A su vez, el debate debería situar en su debida medida la disputa sobre el redactado de los delitos sexuales. A fin de cuentas, a quienes se debería interpelar con más ahínco es a los operadores jurídicos, que son quienes -con la aplicación práctica de las leyes- tienen la llave del acceso a la justicia de las mujeres en materia de violencias sexuales.

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