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Homenaje a (algunos) profesores

Jose A. Pérez Ledo

Si crees que tu trabajo es ingrato, imagínate ser profesor de Valores Sociales y Cívicos en una clase de primaria. Esa pobre gente lo tiene todo en contra.

Para empezar, la asignatura, de nuevo cuño, les habrá caído de rebote. Serán profesores (y profesoras) de mates, o de naturaleza o de lengua que, de pronto, se han visto lanzados, burocracia mediante, al proceloso mundo de los valores.

Recién llegados de Benidorm, con arena todavía en las orejas, el jefe de estudios les habrá soltado:

-Manolo (Rosa, Marc, Aitziber), vete mirándote el libro éste, que en una semana tienes que enseñar a los críos a ser buena gente.

Aún peor: como el puesto de profesor no implica necesariamente ser buena persona, puede darse la paradoja de que un perfecto hijo de puta, de esos que tratan mal a los camareros y empujan al salir del metro, ande dando lecciones de ética a nuestros retoños.

La asignatura nace ya con vocación de segundo plato; es la alternativa blanda y rarita a la que de verdad importa. Y la que importa, por supuesto, es Religión, con R mayúscula. También desde este punto de vista Valores Sociales y Cívicos está en las de perder, ya que carece del siempre agradecido recurso del protagonista trágico y bondadoso que utiliza sus superpoderes por el bien de la Humanidad.

Con todo, un profesor dispuesto y entregado, uno de esos héroes de la voluntad que tenemos en nuestro sistema educativo podría tirar para delante con la asignatura. Pero queda un tercer escollo, el más peliagudo de todos. Uno que, por simplificar, llamaremos España.

¿Cómo enseñas ética a un niño que, en cuanto salga del aula, se verá sumergido en este maremágnum de corrupción, idiocracia y fracaso moral? ¿Cómo convences a un crío de que lo realmente importante son los valores y no la capacidad de su smartphone o la marca de sus zapatillas? ¿Cómo anteponer, en sus minúsculas cabecitas, la ética al fútbol, la Play y la depilación láser?

Los profesores de Valores Sociales y Cívicos tienen ante sí una epopeya educativa. Un reto comparable al del profesor Henry Higgins, solo que con veinte Elizas Doolitle por clase y con las tizas justas porque, como todo el mundo sabe, la austeridad ya tal.

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