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Opinión - Pedir perdón y que resulte sincero. Por Esther Palomera

Lo personal es político

Sara Mateos

24 mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas. Ocho menores asesinados por su padre. Este es el macabro balance de lo que llevamos de 2015. Así actúa la violencia machista. Desayunamos muertas que solo aparecen en las páginas de sucesos. No hay portadas ni ruedas de prensa, ni presupuestos, ni política para combatirla.

No son casos aislados. Hay un patrón, una estructura. Una cultura que respalda y una sociedad que calla, cómplice de justificaciones absurdas.  ¡Pero si ni siquiera ellas mismas se consideran víctimas! Casi la mitad no lo hacen. ¿No es alarmante? Y no se trata sólo del proceso de alienación al que somete la propia violencia de género, donde la voluntad se anula progresivamente. Como en una bañera de agua tibia, cuya temperatura aumenta tan despacio que no la percibes, pero que hace que cuando sientes el calor, cuando el agua empieza  a hervir,  los músculos estén ya paralizados.  Se trata de que cuando están en la bañera no identifican (identificamos) cómo sube la temperatura.

¿Cómo nos estamos educando? ¿Qué valores se siguen transmitiendo bajo el espejismo de la igualdad? ¿En nombre de qué amor seguimos hablando de celos, posesiones  y “sintinosoynadas”?  Hemos cambiado la sección femenina por películas románticas de taquilla fácil y canciones de Malú, sin percibir, o sin querer hacerlo, porque la modernidad supuestamente ha acabado con todo eso, que el mandato de fondo es casi idéntico. La mayoría de adolescentes identifican la violencia con la agresión, pero no lo hacen con las actitudes que implican control (espiar el móvil, exigir explicaciones constantes de dónde y con quién se está, decir cómo debe vestirse o con quién no puede hablar.. por poner algunos ejemplos). Eso es amor, dicen. Los celos son amor. Y retumba en las paredes de los institutos. Mientras,  los casos de violencia de género entre adolescentes aumentan.

¿Qué hacen los poderes públicos cuando  se ignoran los compromisos adquiridos con Naciones Unidas como en el caso de Ángela González, cuya hija fue asesinada por su padre durante el régimen de visitas? Cuando Sara se suicida ante la impotencia.  Cuando con iracunda contundencia  “lo personal es político”.

¿Qué responsabilidad tiene un Gobierno que recorta y reduce presupuestos destinados a combatirla, recursos para las víctimas? Un Gobierno que no desarrolla la ley de violencia de género por una cuestión ideológica. Que incluso cuestiona el mismo concepto de violencia de género.  Un Gobierno para quien ni siquiera en medio de una trágica oleada de cuatro mujeres y cuatro menores asesinados en apenas una semana, merece la pena hacer una declaración.

¿Dónde está la política de Estado para combatir aquello que ha provocado 1009 asesinatos desde 1999? Más muertes que ETA en toda su historia. Y que sigue aterrorizando.

Todavía haya que desgañitarse para que se entienda que se puede intervenir. Que se debe intervenir. Que no son perturbaciones transitorias. Que es una enfermedad social y que hay tratamiento. Que está estudiado y diagnosticado.  Y que no es una cuestión de ideología, o lo es en el grado en que lo son los derechos humanos. Que debe ser una cuestión de Estado.

Como sociedad podremos llevarnos las manos a la cabeza ante cada caso, por unos instantes eso sí, y preguntarnos cómo es posible que haya pasado. Que ese chico le haya sacado las los dientes con tenazas, que la queme viva,  que la haya tirado de una ventana o de un coche en marcha, que la haya apuñalado, degollado, torturado… Que haya matado a sus propios hijos.  La respuesta es tan sencilla como aterradora. No hay locuras ni arrebatos: el machismo mata. Y hay que exigir responsabilidad a quienes deben intervenir en cambiarlo.

El 7 de noviembre hacemos falta en las calles de Madrid.

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