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España, año 0: ¿un barco sin capitán?

Juan Carlos I y Felipe VI con las reinas Sofía y Letizia en un acto oficial

Juan José Téllez

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¿Imaginan que, en plena tormenta perfecta, el capitán del barco tuviera que estar preocupado por el último marrón en el que le hubiera metido su padre? Imaginemos a George Clooney, zarandeado por el oleaje y pensando en fundaciones panameñas y cuentas suizas mientras el buque colectivo está a punto de irse a pique.

El papel de Felipe VI, en plena crisis del coronavirus, ha estado fundamentalmente centrado en salvar su corona: el virus, hasta ahora, ha tenido que torearlo La Moncloa, con el titular de La Zarzuela como un apoderado distraído que estuviera más pendiente de la banda de música que del momento de la verdad.

Una suerte que este escándalo financiero e institucional haya coincidido con la pandemia que no sólo mata vidas sino casi toda la información que no tenga relación directa con el COVID-19 y su impacto cotidiano. Una suerte, sí, pero ¿para quién? La Jefatura de Estado debe ser la institución más sólida, según el principal argumento de los monárquicos. Sin embargo, en el momento de mayor quebranto e incertidumbre de este país, no parece que esa sea la percepción que los súbditos tienen del soberano.

Resulta paradójico que Juan Carlos I, que consolidó la figura del rey en una nación de querencia republicana, esté contribuyendo al advenimiento de la III República más que Julio Anguita. El juancarlismo del rey campechano no sólo se metió en el bolsillo al felipismo del PSOE sino que hibernó en gran medida al republicanismo español, sobrado de proclamas de boquilla pero falto de muchedumbre. En este año 0 de España, en la resurrección prevista para después de la actual crisis sanitaria, habrá que definir el papel de la monarquía como el de tantos otros valores que tal vez entonces se nos antojen más caducos que nunca.

Caceroladas por 65 millones

Hoy por hoy, resulta estremecedor que semejante zafarrancho en la cúpula del poder de España esté pasando inadvertido para la ciudadanía, que tampoco puso en exceso el grito en el cielo con motivo de los anteriores escándalos del emérito. No se sabe a ciencia cierta si obedece a que ya a nadie le importa la realeza o es que a nadie le importa la república, más allá de las caceroladas bajo confinamiento domiciliario que las redes anuncian para las horas próximas, en demanda de que done su aparente y golosa comisión saudí a la sanidad pública, necesitada de fondos para adquirir respiradores.

O quizá sea que al pueblo soberano le da ya igual un sistema u otro, gato blanco o gato negro, con tal que cace ratones. Y, hasta el momento presente, la Casa Real no parece hacerlo. O, quizá, sus exegetas aduzcan que es que no quiera meterse por medio por no estorbar.

Felipe de Borbón ha tenido que adoptar decisiones de gran calado, en los últimos días, para poner en orden el cacao familiar que se ha liado con esos 65 millones de euros que llegaron desde la Arabia Saudí de mujeres sojuzgadas y periodistas descuartizados, pero también del AVE a la Meca, negociado a favor de una empresa española. Se supone que, en ese caso, fue un viaje bancario desde las cuentas del rey Abdullah bin Adbul Aziz Al Saud, a los fondos de la Fundación Lucum, en realidad una sociedad offshore creada en 2008 en Panamá, pero cuyo rastro en efectivo conduce a Suiza, un país por cierto donde el abuelo Juan de Borbón también tuvo una sospechosa cuenta corriente que legó a su primogénito.

El gol financiero que, según todos los indicios, ha metido por la escuadra ahora el patrón del viejo yate “Fortuna”, ha rebotado en el medio campo de su propio hijo, que anuncia que renunciará a la herencia paterna presuntamente envenenada. Difícilmente podrá hacerlo Felipe VI, más allá de esa declaración de intenciones, que el presidente Pedro Sánchez ha calificado como “necesaria y coherente”. Y es que, según el Artículo 991 del Código Civil español, nadie podrá aceptar ni repudiar un legado “sin estar cierto de la muerte de la persona a quien haya de heredar y de su derecho a la herencia”. Por lo tanto, hoy por hoy, no cabe repudio, más allá de la promesa de ejercerlo a título póstumo.

También a partir de ahora, se le retirará a don Juan Carlos la asignación que tenía fijada en los Presupuestos Generales del Estado, dentro del epígrafe correspondiente a la Casa del Rey:  lo que vienen siendo más o menos 292.000 euros anuales, de los ocho millones que corresponden al presupuesto público de toda la familia, al margen de otros ingresos y paguitas. En cualquier caso, al célebre cazador de Bostwana todo esto apenas le supondrá una leve jaqueca monetaria si se tiene en cuenta que la revista Forbes le atribuía una fortuna aproximada a 2000 millones de euros.

Grano a grano, quizá esa suma salga, por ejemplo, del regalo de bodas de 200 millones de pesetas que recibió de un grupo de empresarios en 1962. O de los 100 millones que los saudíes le prestaron para consolidar la democracia en 1977. O los 376 millones legados por su padre. Por no hablar de la petrolera Lukoil o de la cuenta Soleado, auspiciada por el bróker suizo Arturo Fasana, detenido en Barajas después de una enrevesada operación concebida por el comisario José Manuel Villarejo, actualmente en la cárcel por cohecho, blanqueo de capitales y organización criminal. Eso sí, nunca se supo nada de tan misteriosa cuenta y sus beneficiarios reales (perdón por el estúpido juego de palabras).

Dos fundaciones y un destino

¿Hasta dónde llega la trama bancaria que acompaña a sus negocios? Junto a la Fundación Lucum, en la que Felipe aparecía como segundo beneficiario en caso de fallecimiento, existe al menos otra, la Fundación Zagatka, en la que Juan Carlos I aparece como tercer beneficiario y en la que figura en primer lugar su primo Álvaro de Orleáns-Borbón, que quizá habría asumido el papel que en su día representase Manuel Prado y Colón de Carvajal, que canalizaba las comisiones que percibía también desde la península Arábica por la compra de cada barril de petróleo que realizara España.

Ahora, cambia el nombre del testaferro, pero The Telegraph aseguró que fue su primo Álvaro quien recibió 50 millones de francos suizos, unos 47 millones de euros, por mediar en la venta del Banco Zaragozano a Barclays en el año 2003, con la intervención de los Albertos, Cortina y Alcocer, durante mucho tiempo en la zona de confort del anterior monarca. Las investigaciones por blanqueo de capitales, con el desvío de 65 millones a su “amiga especial” Corinna zu Sayn-Wittgenstein, siguen poniendo contra las cuerdas a este octogenario al que muchos españoles agradecen sus gestos de apertura democrática, a pesar de sus grandes errores, por utilizar un eufemismo cortesano.

Durante su reinado y en base a las Constitución Española, sobre todos sus actos se mantenía  la inviolabilidad, como la figura jurídica que protegía y garantizaba el desempeño adecuado de la función pública. Tras su abdicación en 2014, ya sólo le ampara el aforamiento, lo que supondría que, superados ciertos trámites, podría sentarse en el banquillo de los acusados por supuestos delictivos que hubiera cometido después de esa fecha. Difícil sería enjuiciarlo, no sólo por su edad sino por esa convicción generalizada en aras de agradecerle de esa forma tan rara los servicios prestados. Pero, sinceramente, ¿esto no da para, al menos, una comisión de investigación en las Cortes? No creo que la monarquía esté tan débil que no vaya a aguantarla. O quizá lo que está débil es el Congreso. O todos nosotros estemos debilitados por una larga cuarentena de años en que la política de consenso obligaba a sacar de la melé al Jefe del Estado. Ahora, su sucesor, tendría que haberse fajado junto a su pueblo desde el primer momento. Este miércoles, quizá sea ya demasiado tarde para oír su discurso.

O no, quién sabe. La gente, aquí entre nosotros, sólo habla del virus.  

 

 

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