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Andalucía: la conquista del relato

El presidente andaluz presentando el acto de entrega de Medallas de Andalucía 2022

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El 28F trae cada año un benteveo de banderitas escolares y un medallero donde cabe el glamour de la fama y el del relativo anonimato de la Andalucía nuestra de cada día, entre sicofonías de los reconocimientos póstumos. Habrá también cartulinas coloreadas, taconeos en el salón de actos, algún video paisajístico, el himno interpretado por tres clavicordios al unísono y un puente festivo para conocer de primera mano nuestra tierra o cualquier otra. Caerán también un par de manifiestos, una encuesta ocurrente del Centro de Estudios Andaluces, las puertas abiertas del Parlamento de donde ya se habrá jubilado hasta el fantasma de sor Úrsula y, como no, alguna invectiva de la oposición al gobierno y del gobierno a la oposición. 

El resto, poco más que cuitas del pasado y escasas propuestas de futuro sobre qué querremos ser de mayores cuando repellemos la Constitución, que si federales, confederados o exploradores navajos. Nada se naquera sobre si nos convendría o no un régimen fiscal propio a la manera vasco-navarra o mayores competencias en distintos ámbitos de la Constitución como ya tiene Cataluña. Vale que en la calle se discute de lo de siempre, de la inflación, del Euribor, del máster en precariedad que aflige a nuestros licenciados, de los últimos fichajes del Betis, de la última bulla en el carnaval de Cádiz, o del tiempo que tarda en darnos cita el médico del ambulatorio, Hacienda o la delegación provincial de Tráfico.  

Los discursos sobre los nuevos horizontes de la autonomía, ni están, ni se les espera, con la pereza que daría meternos en la harina de un nuevo estatuto de autonomía. Nada tiene de extraño si se parte del albur de que el nacionalismo andaluz siempre fue un alarido en defensa propia más que un órdago a la grande. Desde Andalucía, nunca han zarpado los barcos del soberanismo de motu propio. Más bien, nos hemos limitado a gritar que necesitamos espacio cuando algunas de nuestras parejas de Estado o el mismo Estado en sí, han pretendido encerrarnos en la cocina, con la pata quebrada y en casa.

Antes de que Juan Manuel Moreno Bonilla se venga arriba con su épica andaluza, convendría que le echara una lectura transversal a “Andalucía de vuelta y media” de nuestro desaparecido Antonio Ramos Espejo

Así ocurrió en aquellos idus de febrero de 1980: los andaluces, ojú qué frío, no quisimos tanto entonces ser andaluces sino que no nos negaran el derecho a serlo. Imaginen a un Gobierno, el de la UCD del hoy santificado Adolfo Suárez, que convocó un referéndum autonómico y al mismo tiempo pretendía que no votáramos en él. Y si, como cantase Joan Manuel Serrat,  Cataluña, esa tierra tan querida por los cataluces, hizo de la derrota –el 11 de septiembre—un día de fiesta nacional,  a nosotros nos ocurrió tres cuartos de lo propio: aquel día, conviene recordarlo, el voto popular pinchó en Almería y ya no hubiéramos tenido derecho a ser una autonomía de primera si las distintas piezas del tablero ajedrez político no hubieran maniobrado para dejar en tablas la partida. 

Ahora, más de cuarenta años después, aún andamos entretenidos en la conquista del relato de lo ocurrido aquellos días. La única derecha con veleidades andalucistas de aquella fecha era el Partido Social Liberal de Andalucía (PSLA), que Manuel Clavero Arévalo y Antonio José Delgado habían creado a comienzos de 1977 para, luego, incorporarse a la großen koalition ucedista. El PSA de Alejandro Rojas Marcos todavía tenía la S de Socialista en su ADN aunque ya anduviera en busca de una burguesía andalucista, por más que supiera de sobra que Los Remedios no eran Deusto; ni la milla de oro de Marbella, el Paseo de Gracia. 

Por aquel entonces, Manuel Fraga Iribarne, el abuelo político del Partido Popular que ahora gobierna a la Junta de Andalucía, se paseaba con los tirantes rojigualdas de la España una por los escenarios electorales del país. A ese lado del Mississippi político andaluz, habría que esperar la llegada de Javier Arenas para que la verdiblanca no estuviera tan mal vista como la ikurriña o la senyera. Y aun así, en el año 2007, el entonces eurodiputado del PP, Aleix Vidal-Quadras, en una tertulia radiofónica, llamaba “cretino integral” a Blas Infante, siete años antes de, en un visto y no visto, presentarse sin suerte como candidato de Vox a las elecciones europeas. Antes de que Juan Manuel Moreno Bonilla se venga arriba con su épica andaluza, convendría que le echara una lectura transversal a “Andalucía de vuelta y media” de nuestro desaparecido Antonio Ramos Espejo

Si Andalucía no termina atrapando el corazón de los suyos y la razón de su paisanaje, terminará convertida en una mariposa disecada sobre las vitrinas del museo de Coria

La historia nos absolverá o no por cómo fuimos construyendo la Andalucía política. Teníamos muy clara cuál era la otra, la del escalofrío y la resiliencia, la de las coplas en radio de galena con paño de cretona, la de la cesta de mimbre en el viaje a ninguna parte de nuestra emigración, la del chapuz y el jornal, la de los cortijos de Jerez y los cortijos del Poniente almeriense, la de las ciudades con síndrome de Stendhal, la del quejío y la de las herramientas, la del paro y la de los porros, la del cante y la del rock, la que iba a desangrarse en el desencanto o en la heroína, andando aquella década que aquel año se abrió. 

Hacía falta una ley, unos símbolos, una identidad, para ser profesionalmente andaluces, para que todo ese cúmulo de emociones tuviera una encarnadura administrativa, un proyecto de país, una identidad oficial como tribu. Y ahí es donde empiezan a diferenciarse los relatos y sus protagonistas: Rafael Escuredo, en huelga de hambre, recorriendo Ayuntamiento por Ayuntamiento de todo el territorio; Manuel Clavero Arévalo, en un ascensor averiado del ministerio de Cultura, pensando si dimitía o no e iba a ser que sí; los peceros, que sabían perfectamente que la arbonaida era compatible con la hoz y el martillo; ese otro izquierdismo andaluz de Isidoro Moreno, que sigue reflexionando sobre el non plus ultra de nuestras utopías sureñas; o el PSA, que ahora se reivindica en forma de libro escrito por José Luis Villar, en torno al discurso de Alejandro Rojas Marcos, que siempre ha querido dejar claro que no vendió su voto a favor de Suárez por el plato de lentejas de un grupo parlamentario andaluz sino por el desbloqueo de la autonomía a través del artículo 144 de la Constitución, como la vía de en medio entre el 143 y el 151.

Tendríamos que preguntarnos, en cambio, qué fue de nuestra gente, dónde quedó aquel viejo espíritu autonomista

Algunos creemos todavía en un mosaico en el que quepan todas esas teselas para explicar nuestro pasado. La soberanía popular ya fue dando su propio veredicto en las urnas: el PSOE se convirtió durante décadas en el partido predominante; la UCD desapareció y con ella, el PSLA y a su vez la actividad pública de Clavero; tampoco existe ya el Partido Andalucista, que perdió su S en pos de un interclasismo que no encontró demasiados adeptos y que terminó cogobernando con los socialistas; lo mismo que ahora, ya fuera de juego, anda de luna de miel con el Palacio de San Telmo, que ahora es gobernado por los conversos del PP, que bienvenidos sean definitivamente a este club. 

No debiera existir un relato supremacista en todo ese cúmulo de visiones poliédricas de Andalucía. Todos son nuestros héroes; todos, nuestros villanos. Que cada cuál se quede con la versión que más le cuadre a sus ideas o a sus emociones. Tendríamos que preguntarnos, en cambio, qué fue de nuestra gente, dónde quedó aquel viejo espíritu autonomista, la epopeya colectiva por la que las viejas mujeres de Casares enarbolaban el color de la paz y el de la esperanza; dónde los notarios empeñados en corregir la deriva de la historia; dónde aquellos otros jóvenes de trenkas y pantalón de campana desde las trincheras de sus pancartas, hasta dar la vida por ellas en una calle de Málaga. Ese es el relato común que ya no existe, por más que se empeñe en mantenerlo con respiración asistida un puñado de siglas que lleva detrás el nombre de Andalucía como un apellido ilustre. 

Si Andalucía no termina atrapando el corazón de los suyos y la razón de su paisanaje, terminará convertida en una mariposa disecada sobre las vitrinas del museo de Coria. Lo mejor de cualquier relato, aviso a navegantes, no suele ser su comienzo sino la incierta posibilidad de un final feliz. 

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