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OBITUARIO
Antonio Ramos Espejo, la muerte de la memoria

Antonio Ramos Espejo en una imagen de archivo

Juan José Téllez

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A Antonio Ramos Espejo (1943-2023), le quitaron lo recordado pero no nos quitarán lo escrito por este periodista de raza que ha muerto este sábado entre las paradójicas tinieblas de la desmemoria cuando, precisamente, tanto hizo por aventarnos el olvido colectivo. 

Se ha ido entre el carnaval –que era periodismo cantado según Bartolomé Llompart—y el Día de Andalucía, por cuya pervivencia tanto luchó. En Alhama de Granada, en su Alhama, no sólo le llorará hoy el Ayuntamiento, que le declaró hijo predilecto hace apenas tres años, sino la comunidad autónoma, que también le reconoció los servicios prestados con una de sus medallas anuales, mucho antes, en 2006. Pero, sobre todo, le honrarán sus afectos, que fueron más entre la morralla que cantara Carlos Cano que entre la política esaboría, como también cantase el cantautor granadino, de quien se convirtió en principal testigo de cargo para una biografía póstuma. 

Como sabía Fernando Quiñones, Antonio Ramos Espejo era buen andaluz porque siempre fue andaluz de todas las partes de Andalucía; de todos aquellos parederos, españoles o trasatlánticos, en donde latiera el pulso de quienes sufren la historia y casi nunca llegan a escribirla: él intentó hacerlo en su nombre, desde el Casas Viejas al Caso Almería, de Fuente Obejuna a Marinaleda, desde García Lorca a Gerald Brenan.

De un perfil profesional tan versátil no deja de resultar singular que en 2007 se le otorgase el Premio Andalucía de Periodismo

Licenciado en Ciencias de la Información y en Filosofía y Letras. Premio Extraordinario de la Universidad de Sevilla, en cuy Facultad de Ciencias de la Información terminaría siendo profesor. Pero, también, director de Diario de Granada, Córdoba y de El Correo de Andalucía de Sevilla, de la Enciclopedia de Andalucía o de la serie Crónica de un Sueño, que auspiciara su amigo Juan de Dios Mellado. Sin embargo, ante todo, Ramos Espejo fue honrosamente todoterreno: corresponsal de EFE y Ya, en Roma, redactor del diario Sol de España de Málaga, y del Ideal de Granada, colaborador de la revista Triunfo –a cuyo acerbo andaluz rindió tributo--, El Mundo, La Ilustración Regional, Noticias Obreras (de aquella legendaria HOAC de la transición democrática), Tiempo e Interviu.  De un perfil profesional tan versátil no deja de resultar singular que en 2007 se le otorgase el Premio Andalucía de Periodismo, pero en la modalidad de Televisión, por la serie documental “Andalucía es su nombre”, emitida en Canal Sur TV y producida por Mediasur.

Por todo ello, no le llamamos maestro en vano. Sin embargo, si hubo una faceta por la que la historia le reservará un rango aparte fue por su reporterismo: fue corresponsal en una guerra oficialmente no declarada, la de la identidad andaluza, que él intentó reconstruir desde el nivel terrestre de los descamisados. 

Como en la vida cotidiana de Andalucía, en sus crónicas convivía la actualidad con una historia trimilenaria

En tiempos del llamado nuevo periodismo, Antonio Ramos Espejo supo que antes que John Reed en el México insurgente o en aquel octubre que fue en realidad noviembre, Pedro Antonio de Alarcón y Colombine habían visitado las trincheras de África, que Ramón J. Sender viajó hasta la aldea del crimen y la choza del Seisdedos, antes que Ernst Hemigway preguntase por quien doblaban las campanas de la turbia España del 36. 

Mientras Tom Wolfe creaba un nuevo lenguaje para la vieja ceremonia reportera, él se fijaba en el ejemplo de Eduardo Pons Prades y compartía con Antonina Rodrigo su pasión por Federico y por Mariana Pineda. Ante su blog de notas, cruzaban Diamantino García y Paco Casero, el encanto y el desencanto de la transición, la crítica sin alaridos. Como en la vida cotidiana de Andalucía, en sus crónicas convivía la actualidad con una historia trimilenaria y de ahí cabe celebrar que más pronto que tarde se editen las obras completas que su amigo Rafael Gómez Cardeñas se ha empeñado en extraer de su bibliografía.

Ramos Espejo ha muerto en un siglo que ya no era el suyo: su profundo compromiso apacible, documentado, conversador no cuadraba con la vocinglería de la telebasura

Ese fue su Vietnam, su guerra del Golfo, la resistencia periodística ante una invasión soterrada, la del mercadeo de la información, el ataque de los ejércitos tiralevitas y un oficio que iba dejando paulatinamente de serlo, aquella profesión en la que vivió sus mejores momentos y su declive a lo largo de su propia biografía. Ramos Espejo ha muerto en un siglo que ya no era el suyo: su profundo compromiso apacible, documentado, conversador no cuadraba con la vocinglería de la telebasura, de las redes sociales y de los youtubers al peso. 

Ya hace tiempo que sus amigos le echamos de menos, pero nunca nos abandonará a sus lectores. Escribió el latido de un tiempo y de un país, pero lo hizo siempre calibrando de donde procedíamos y con la esperanza de que el porvenir no acabara de un plumazo, también, con esos otros recuerdos. Ahora cuando se empeñan en reescribir la historia andaluza como quizá otros a veces lo hicieran antes, cuando la verdiblanca es apenas un pin en una tienda de souvernirs y borran cada día a Trosky o a Escuredo de las fotos de cualquier revolución, seguirá siendo un peligro abrir sus libros, releer sus textos: correremos el riesgo de ser otra vez razonablemente utópicos y, sobre todo, de creer que las noticias de hoy no tienen por qué envolver tan sólo el pescado de mañana y que otro mundo y otro periodismo pueden ser posibles. Aunque Antonio Ramos Espejo, ya por siempre, no haya más que uno.

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