Desdeelsur es un espacio de expresión de opinión sobre y desde Andalucía. Un depósito de ideas para compartir y de reflexiones en las que participar
Berlanguiano
Tengo por una de las alegrías (pocas) que nos dejó 2020 la noticia de que el adjetivo berlanguiano ha quedado limpio, fijado y esplendoroso en el diccionario de la Real Academia Española. Era menester. A los diez años de la muerte de Luis García Berlanga, y a los taitantos de obras maestras del cine como Plácido, El verdugo o La escopeta nacional, sus gafas se han vuelto necesarias contra la vista cansada y la panorámica cansina; y la vigencia de los asuntos, personajes y arquetipos que retrató resulta escalofriante. La pandemia quizá acabe por estremecer costumbres casi atávicas; sin embargo, ha dejado intacta –incluso ha vigorizado- el catálogo de caspa, clientelismo, hipocresía, miseria estructural y mamoneo que él y Azcona supieron recoger y devolvérnosla, no sin ternura, a través de la pantalla. La actualidad de lo berlanguiano en sus dos acepciones (1. Perteneciente o relativo a Luis García Berlanga, cineasta español, o a su obra; y 2. Que tiene rasgos característicos de la obra de Luis García Berlanga) es incontestable: el pasado 13 de noviembre, mientras en La 2 emitían, en sesión doble, La escopeta nacional y El verdugo, en Telecinco, el hijo de la tonadillera Isabel Pantoja hablaba no sé qué de una finca, una hipoteca y unos trajes de torero. Sospecho que el mismísimo Berlanga se preguntaría cuál de las dos programaciones resulta más berlanguiana. La mirada de Berlanga –como la de Goya o Valle-Inclán en su momento- es la respuesta de la inteligencia ante una realidad desquiciada.
Desde que el pasado miércoles elDiario.es informara en exclusiva de que los tres ayudantes de cámara de los que disfruta el rey emérito en Abu Dabi los costea el Estado español, grito por las esquinas, invocándolo, el dulce nombre de Berlanga.
Desde que el pasado miércoles elDiario.es informara en exclusiva de que los tres ayudantes de cámara de los que disfruta el rey emérito en Abu Dabi los costea el Estado español, grito por las esquinas, invocándolo, el dulce nombre de Berlanga. Patrimonio Nacional pagó gastos de la casa de Corinna Larsen en Madrid, a 100 empleados de Zarzuela, asumió 600.000 euros en indemnizaciones por despidos de tripulación del yate ‘Fortuna’ y hasta pagó los seguros de los Ferraris, Rolls Royce y otros coches de gran lujo que Juan Carlos I recibía como regalos. Se las prometía felices don Miguel de Unamuno cuando afirmaba que con el exilio de Alfonso de Borbón “comenzó una nueva era y terminó una dinastía que nos ha empobrecido y envilecido”. Con sus tejemanejes y la gran parte su herencia convertida en secuela, el rey emérito sitúa a España no -no sólo- ante un problema político, sino ante un problema ético y de dignidad. Corto se lo ha fiado a Felipe VI.
El espejo cóncavo en el que se refleja nuestro país –y cuya imagen así se proyecta al mundo, mandando al garete todo el dinero gastado en ‘Marca España’- es un larguísimo plano secuencia en el que el Marqués de Leguineche grita “¡libertad!” a lomos de su descapotable, el alcalde del pueblo aprovecha la visita a una residencia de ancianos para ponerse la vacuna contra el Covid, y las enfermeras insisten –en el año del inicio de la pandemia, que la OMS declaró como su Año Internacional- en que están exhaustas y lejos del reconocimiento salarial. A falta de industrial que agasaje al ministro, bien nos vale un empresario hotelero que ponga a disposición de la presidenta de Madrid un apartamento de lujo. Pepe Isbert, ataviado de corto y con sombrero cordobés, se encarna en todas las ruedas de prensa, autonómicas y nacionales, y no para de decir una cosa y su contraria. Insisto: entre tanto ruido y terribleza, lo berlanguiano siempre encuentra lugar para la ternura, que ha acabado por ser, ahora y antes, una estupenda forma de resistencia.
0