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El desfile de la victoria: efectos sonoros

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, llega al acto solemne de homenaje a la bandera nacional y desfile militar en el Día de la Hispanidad

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Desde 1939 hasta 1976, así se llamaba. El régimen desfilaba para conmemorar la victoria de los militares golpistas rebeldes y los sediciosos, y el establecimiento de un régimen dictatorial. Más o menos era lo mismo que ahora. Ya desfilaba la cabra, la música era chillona y el material a mí me parecía chatarra. Sobre todo después de ver películas de americanos y alemanes. Lo vi una vez que el desfile se celebró en Sevilla, en la avenida de La Palmera.

Los jefazos militares en lugar preferente de palco; a la vera, las autoridades civiles no electas, ataviadas a la falangista; en otro estrado más bajito, curas en sotana y otros con galletas de su rango; el público raso eran domingueros sin recursos ni alternativa festera. En otro plano, a ras, los invitados afectos al régimen, benefactores y beneficiarios del franquismo en sus distintas modalidades, empresarios de postín y trayectoria, gremiales de fuste, orgánicos de todo género, viudas, mutilados y el artisteo. Un poco más alejados, como desplazados, los familiares de los guardias civiles, mujeres y chavales, casi todos de un vecino cuartel y de los pueblos cercanos de la región militar. Eran los que más aplaudían cuando pasaba al final, en la gandinga, la Guardia Civil, la que mejor desfila, decían, y creo que tenían razón. 

Cuando se acababa la parada, aparecían grúas para las averías y camionetas y autocares para llevar al rancho a los reclutas que habían permanecido exhaustos en pie desde las claras del día, descompuestos como en una noche después de Feria, con el clavel caído y el traje de granito desmadejado, llenos de albero, las botas de Segarra haciendo lo suyo. Los quintos que no desfilaban no corrían mejor suerte. Su hazaña bélica de esos días consistía en dar crema y lustre a cientos de pares de botas y correajes de los señoritos oficiales. 

En realidad, el público invitado no era muy distinto del de ahora, gente bien de costumbres educadas. Aplaudían y daban vivas y oles, no abucheaban a nadie. No había a quién abuchear, los políticos solo respondían ante el caudillo; en todo caso, los errores de organización, un tanque que se desencadenaba, un jeep calado, un caballo desbocado, los pasos cambiados, eso se arreglaba luego en los cuarteles y, en casos muy graves, acababa en un castillo. Pero nada de abucheos, en las dictaduras los afectos al régimen no abuchean, las señoras, menos, y los muchachos cayetanos, tampoco; no se podía.

Estos desfiles de la victoria frente a la mayoría de los españoles distaban muchos de la tradición desfilera. En Roma -Mussolini, aparte-, los triunfos eran cívico-militares, se les concedían a los grandes cónsules o algún senador por sus hazañas contra los bárbaros en los limes de la república o el imperio. A Roma llegaba el homenajeado, entre un público ávido de fiesta, en carro triunfal y con corona de laurel, acompañado de sus soldados, animales exóticos -nada de cabras-, jefes de tribu encadenados, prisioneros, amantes elevadas en parihuelas para que la plebe contemplase su belleza vencida. Y carretas con tesoros del botín.

En Francia, la república desfila para rendir homenaje al pueblo que venció en su Revolución a la monarquia absoluta y el despotismo del clero. Los soviéticos, rusos y chinos, también conmemoran sus revoluciones, pero tienen mucho de exhibición intimidatoria y aviso de su poderío militar. Los de Adolf Hitler, ya saben. 

Intimidatorios eran también, ya que andamos enredados por las Indias, los alardes de Hernán Cortés, desfiles de poderío tecnológico militar para impresionar a los mexicas y a los pueblos aliados de Cortés. Bernal Díaz del Castillo, su cronista, los refiere. Caballos, perros, armaduras bruñidas, pronto abandonadas por el algodón enguatado, picas, alabardas, ballestas, bombardas, arcabuces y escopetas, con más estruendo que eficacia. Impresionaban y metían miedo, era eso.

Los desfiles de la victoria de entonces son ahora los del Día de la Hispanidad. Se parecen mucho. Cambia fundamentalmente que las autoridades son electas democráticamente por el pueblo que, además, son los contribuyentes que pagan con sus impuestos a sus funcionarios, entre ellos a los militares y sus circunstancias. También ha cambiado, que el NO-DO tiene otros formatos. 

No deberían parecerse tanto a los de antaño, pero igual es un efecto óptico. Cierto que el público invitado ha cambiado poco pero ahora, afortunadamente, puede abuchear. La gente bien, antes afecta al régimen que aún muchos añoran, tiene la libertad de expresarse y abuchear. Eso sí, preferentemente, su opinión sonora se dirige a los presidentes progresistas y no a los conservadores, alguno de los cuales, Mariano Rajoy, pensaba que los desfiles estos eran, con razón, un coñazo.

Cada año, a la sombra del desfile se lleva a cabo una performance de libertad de expresión interpretada por los que nunca la tuvieron y hoy la suprimirían. Este año, dentro de una ceremonia obsoleta e innecesaria, estaba todo preparado: unos, abuchearían al presidente; otros, aplaudirían con fervor al Rey y los noticiarios sinfónicos harían el resto, en su tesón sin descanso de unificación del mercado político-mediático, información y opinión, incluidos. 

Se esperaba un efecto sonoro ensordecedor; la calle ha hablado contra el Gobierno, insistían los del NO-DO disperso, olvidando que la libertad de expresión democrática más decisiva son las urnas, que, por cierto, en su momento hablaron con papeletas calladas pero democráticas.

No ha podido ser, el efecto sonoro de los abucheos ha sido acallado por el efecto óptico de unos humos en el cielo de Madrid que yo diría, con licencia de mi oculista, que eran republicanos. Comunicación poética.

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