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España gibraltareña

El palacio de Buckingham tras el anuncio de la muerte de Isabel II el pasado 8 de septiembre.

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Todavía no sabemos qué haremos con el emérito si es que le da por salir de improviso de safari metafísico en Abu Dabi –larga vida al Rey, en cualquier caso- pero nos conmovemos con la gira del ilustrísimo cadáver de la Reina de Inglaterra por los amplios territorios de su dominio: un remake de la película Guantanamera pero cambiando el calor caribeño por las brumas y las cuestas de Edimburgo.

Desde los informativos a los programas de variedades, desde las redes sociales al Radio Macuto, nuestras vidas desde el jueves son los Windsor, que van a dar a la red, que es el trending topic: todo un capítulo de The Crown en vivo y en directo, aunque falten giros de guión espectaculares como bien pudiera ser la abdicación del príncipe de Gales antes de ser coronado para jubilarse como si fuera un Papa en lugar de jefe de la Iglesia Anglicana.

Adiós a la Pérfida Albión: por un ratito, todos hemos sido compatriotas de los Rolling y de los Beatles, una película coral de Kenneth Loach, una tormenta de Turner, una escultura de Henri Moore, el laberinto español de Gerald Brenan, todos 007 al Servicio Secreto de Su Majestad.

El grito irredento del Gibraltar español podríamos revocarlo con el de España gibraltareña: una Verja la colocaríamos en Andorra y la otra en Portugal

Con el fervor patrio que ha despertado las exequias en loor de doña Isabel II de Inglaterra y –algo menos— la coronación en diferido de Carlos de Inglaterra, ya echo de menos voces que planteen un argumento original para solucionar el contencioso sobre Gibraltar. Si la montaña no va a Mahoma, y es bastante dudoso de que a los gibraltareños –que a fin de cuentas tendrían que ser los que tuvieran la última palabra-- les apetezca en demasía españolizarse, ¿por qué no refundar una España que cambiara la Unión Europea por la Commonwealth?

El grito irredento del Gibraltar español podríamos revocarlo con el de España gibraltareña: una Verja la colocaríamos en Andorra y la otra en Portugal, aunque podríamos hacer más fuerza juntos para que Londres y Bruselas nos negociaran un Tratado por el que seguir perteneciendo al convenio Schengen.

Ahora la libra parece ir mejor que el euro y a nuestro paradójico excedente de sanitarios, camioneros y camareros no les afectaría en Gran Bretaña la legislación en materia de extranjería que ha deparado el Brexit. Cambiaríamos a los Morancos por Mr. Bean y a TVE por la BBC. Los catalanes podrían convocar un referéndum con todas las de la ley como si fueran escoceses; y los raperos y los Puigdemont de nuestro exilio, dejarían de jugar al un, dos, tres, al escondite inglés. Incluso podríamos crear la Real Academia del Spanglish para incorporar al diccionario “al liquindoi” o “chumino” –show me now—como nuevas perlas de nuestro acerbo lingüístico que tan desasistido ha quedado por la lamentada renuncia de Toni Cantó a su puesto en la Oficina del español.

Si ya tenemos El Corte Inglés o la llave inglesa; si los ingleses son la llave del turismo; si a nuestras encuestas parecen gustarles la disciplina inglesa, ¿qué más da un pasito más rumbo a los beefeaters y al oso Paddington, si tuvo que venir Wellington a salvarnos de Napoleón unos años después de que les matáramos a lord Nelson aunque nos ganasen en Trafalgar?

Incluso podemos hacer valer que nosotros nos adelantamos a la hora de tener un Carlos III, aunque el pueblo soberano lo relacione más con el coñac que con el rey ilustrado o la canción de La Puerta de Alcalá, miralá, miralá, en la voz de Ana Belén, que se casó con Víctor Manuel en el Peñón, como John Lennon y Yoko Ono.

Hemos gritado más vivas al rey en este fin de semana que durante cuatro décadas de monarquía parlamentaria a la española. Hasta nuestros republicanos más conspicuos se rinden al glamour de la antigua Casa de Sajonia-Coburgo y Gotha

Las comunidades de Madrid y de Andalucía decretan ya jornadas de luto en duelo por The Queen, la Royal por excelencia, la del eterno bolsito que llevaba en su interior sándwiches de mantequilla y mermelada, la que tardó ochenta años en salir de casa de la Reina Madre, como cualquier joven españolito de hoy y cuyo hijo, además, ha seguido sus pasos aunque se haya pasado la vida metiendo a plebeyas en su cuarto, como si fuera Felipe VI con la nieta de Paco, el taxista. Y dándole disgustos, como cualquiera de nuestros ninis.

Hemos gritado más vivas al rey en este fin de semana que durante cuatro décadas de monarquía parlamentaria a la española. Hasta nuestros republicanos más conspicuos se rinden al glamour de la antigua Casa de Sajonia-Coburgo y Gotha, así que a nuestra monarquía en crisis no le vendría mal cambiar el desgastado linaje de Borbón por el que da nombre al nudo de corbata más popular. En esta línea, con un poco de suerte, podríamos tener como merchandising nacional tacitas de porcelana con el rostro de Doña Sofía y sabríamos alcanzar, por fin, una de las empresas en la que mis compatriotas y yo hemos fracasado históricamente: aprender inglés correctamente, imposible hasta ahora, a pesar de los anglicismos de nuestro idioma, de las clases particulares y de los tutoriales en youtube. Spanish go home. English, for ever. Me too. Creo que se dice así. O, en resumidas cuentas, God save the Queen y a la estulticia coronada, que no sé cómo se dirá en el idioma de Shakespeare. 

Sin embargo, aquí andamos con las mismas de siempre, preparando el pertrecho de la retórica patriotera por si a Carlos de Inglaterra le diese por visitar Gibraltar en su gira real, al igual que su madre. Entonces, la España franquista terminó a la larga cerrando la Verja por tal motivo. Hoy en día, de confirmarse la presencia del emérito en las exequias de Isabel II, lo mismo es Gran Bretaña la que cierra la frontera en señal de protesta.

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