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Impotencia

La escuela de O Pelouro, en Tui, Pontevedra, es un centro experimental reconocido como Escuela Changemaker de Ashoka.

María Iglesias

La agenda política y mediática señala en nuestros calendarios que estamos en días de pactos, exitosos o frustrados, y de transformación. Pero en paralelo, de forma soterrada se teje una red paralizadora, un desafío a afrontar y superar antes de que sea tarde: la impotencia. Me refiero a la falta de capacidad social para frenar y revertir lo que creemos negativo y abusivo desde la experiencia directa, menor si se quiere, a la global más difícil de abarcar. Y viceversa: del TTIP (Tratado para la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión) a disfunciones en los colegios.

Cuando para el baile de fin de curso de un centro público se propone vestir a “los niños con sombrero de copa y las niñas con trajes pomposos”, o El Día de Andalucía el disfraz para representar a Málaga es “de jet-set marbellí”, cuando el profesor de francés en un centro bilingüe usa como equivalente a “después”, “depuis” -que es “desde”-, cuando el conservatorio de danza insta a alumnos de 8 años a ser “menos alegres”, no hay un sistema de solución rápida, eficaz. Cualquier objeción es recibida por la Administración, no como una aportación sino como una molestia a la que rara vez se da respuesta.

En estos días de evaluación hay docentes que harían repetir a sus alumnos pero se topan con la negativa de la directiva. Se suma a la impotencia, frustración.

¡Qué no será ver sufrir a un hijo por el acoso de compañeros y denunciar el caso al centro y a la policía y que la situación no se resuelva! Impotencia es poco cuando la historia deriva en tragedia

Ser un drogadicto, enfermo de VIH, preso por robo con intimidación y violencia, sin delitos de sangre, como Santos Lage Fernández, y sufrir en una prisión de Lugo una prolongación innecesaria de la condena, desatención médica y a funcionarios que en la enfermería espetan “vete con el periodista a que te quite el dolor”, evidencia que se está a merced de un sistema que se quita la careta de la reinserción sobre la cara de venganza.

Aunque en esto, como en todo, España está aún lejos del faro de nuestra civilización: EEUU. Allí, Albert Woodfox ha pasado 43 años en régimen de aislamiento, saliendo sólo una hora al día de la celda para caminar en completa soledad. Y no es un caso aislado.

La justicia norteamericana es más que dura, cruel con ciertos individuos y con otros, en cambio, protectora. Como con los soldados que en 2003 mataron al cámara José Couso con un disparo para apagar su vida y la luz y taquígrafos sobre la “liberación” del Bagdad de Sadam. Y para escarmentar, en adelante, a periodistas y ciudadanos, cercenando la libertad de información. “No os asoméis a las ventanas. Incluso, si podéis, vivid toda la existencia con una venda, no vaya a ser que una bala perdida os haga caer”.

Los familiares y amigos de Couso, incluso el juez Santiago Pedraz que acaba de cerrar el caso a su pesar, se sienten atados por la maroma de impotencia desde que en 2014 el Gobierno de Rajoy, tan patriota de palabra, sacrificó la defensa de los españoles en el altar del Dios Chino. Porque como explicó el ministro de Exteriores Margallo en un plató de TVE el 20% de nuestra deuda soberana está en manos de la dictadura comunista china y si para evitar que la justicia universal aplicada por nuestros jueces alcance a los mandatarios de la República Popular acusados del genocidio tibetano, hay que cambiar la ley, excarcelar narcotraficantes o dejar impunes crímenes cometidos en el extranjero contra nuestros conciudadanos, pues se hace.

 

La injusticia manifiesta, la arbitrariedad, el atropello son, en sí, deleznables. Pero es también de lamentar que nosotros, la sociedad civil, ni aún en estos tiempos de cambio en que estamos impulsando con notable resultado un despertar político -o quizá por concentrar en eso el esfuerzo- estemos siendo incapaces de articular ¿un asociacionismo? ¿una red de individualidades de respuesta rápida? ¡una efectividad! capaz de logra hoy que acabe esa desfachatez de que el TTIP que se negocia en la Comisión Europea sea secreto. No puede pasar un día más en que permitamos que nuestros eurodiputados, para leer el contenido de lo que se está acordando, firmen un compromiso de no informar a ciudadanos ni medios. Pero, ¿cómo lo consentimos? -acceso a la campaña “No al TTIP”-. Si ese tratado puede invadir nuestros mercados de productos transgénicos y clonados sin etiquetar y dañar así nuestra salud, si afectaría a nuestras condiciones laborales, si pretende imponer sobre nuestros sistemas de justicia tribunales privados que multen a nuestros estados si aprueban cambios normativos, como aumentos del salario mínimo, que recorten sus beneficios. ¿A qué intereses sirven los políticos europeos que deben representarnos, esos a quienes votamos y pagamos?

Mientras en nuestros ayuntamientos y autonomías se pactan y forman gobiernos, los ciudadanos tenemos que tejer las alianzas necesarias para escapar a la tela de la mortífera araña.

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