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Mozos y cabestros
Es difícil encontrar un escenario en el que la hombría más tradicional se muestre de forma tan clara alrededor de tres de sus grandes referencias: la demostración de valor, la cosificación de las mujeres y la violencia dirigida a ellas. No es exclusivo del lugar, pero las formas, la intensidad y la difusión que alcanza, hacen de los sanfermines el teatro en el cada año hay quien se empeña en representar la conocida obra “Muchos y machos”.
Las fiestas en general son muy propicias para las “revelaciones” que habitualmente se ocultan tras los convencionalismos sociales, no tanto por el alcohol como por la idea de relajación y permisividad que conllevan, y por limitar a un corto periodo de tiempo lo que se vive como un ciclo vital cuyo comienzo no garantiza el final, ni el final un nuevo comienzo. Todo se reduce a esos días tasados donde la permisividad va en relación directamente proporcional a los riesgos asumidos: a más riesgos más permisividad. Y bajo esas referencias, las fiestas de San Fermín se presentan como la máxima expresión de esa identidad masculina hibernada el resto del año, reflejo de la cultura que eleva a los hombres a los altares de la sociedad, y hace de su identidad un ejemplo de devoción.
La combinación de esos tres elementos es única en los sanfermines. La demostración del valor en los encierros, al margen de otras connotaciones particulares de la fiesta, se presenta como una forma de reforzar la idea de hombría y de reactualizarla en cada ocasión que se repite, lo mismo que sucede con otras celebraciones basadas en el riesgo que se producen en la ciudad al margen de los encierros. Para muchos de estos hombres las mujeres pasan a ser una parte más de la fiesta para que ellos puedan culminar sus deseos a través de su cosificación, y de los abusos grupales que se producen en nombre de la “libertad de las mujeres” que participan en ellos, tal y como explicamos en 'La culpabilidad del machismo inocente'.
La aparente neutralidad de miles de hombres
Pero como algunos de esos “hombres-machos” no ven cumplidas sus expectativas en esos “juegos” comunales, pasan directamente a la agresión sexual y a la violación para sentirse realizados en su hombría, y sobre todo, para presentarse con esa sensación de poder que los estudios describen en los autores de una violación. No por casualidad los trabajos científicos definen la violación como una “conducta de naturaleza sexual que satisface necesidades no sexuales”, e insisten en que “la violación es poder, no sexo”.
Y todo ello ocurre “según lo esperado”, tal y como demuestran las organizaciones de mujeres y el Consejo Municipal de la Mujer en sus campañas previas a las fiestas, en las que advierten de los riesgos que terminan por suceder.
Y dentro de esa previsión no falta la aparente neutralidad de miles de hombres que en apariencia se limitan a mirar a cierta distancia los abusos, a sonreír y reír ante lo que otros hacen, e incluso, los más lanzados, a abalanzarse también sobre algunas de las mujeres para poder “tocar la realidad” que están viviendo, como si fuera un pellizco al que agarrar sus recuerdos, para que luego sepan que fue verdad.
La situación no es muy diferente a lo que sucede en los encierros, siempre hay un grupo de cabestros que se abre paso y le indica el camino seguir al resto de la manada hasta el objetivo final; justo lo mismo que ocurre en esos escenarios multitudinarios donde las mujeres son aisladas entre mozos que se abalanzan sobre ellas, primero los “más valientes”, esa especie de cabestros del grupo que señalan el camino, para que luego junto al resto lleguen hasta la agresión bajo la excusa de la diversión y del “todo vale”; que no es lo que les vale a las mujeres que sufren esas agresiones.
Y así año tras año.
Cuando el resultado es la violencia no hay “mansos”, todos son violentos, unos por acción y otros (muchos) por omisión al no impedir que se lleven a cabo las agresiones, y al justificarlas e integrarlas como parte de la “normalidad festiva” de las celebraciones y de las “cosas de hombres”.
Cuestión de “unos pocos”
La situación es inaceptable en su resultado y en su origen. ¿Qué clase de hombres y sobre qué referencia construyen su masculinidad quienes se muestran sonriendo y babeando ante un chica que es desnudada a tirones por hombres que abusan de ella?, ¿qué experiencia trascendental en la construcción de la identidad masculina es manosear a una mujer bañada en vino junto a otros hombres?. ¿Se es más hombre por comportarse como “animales”?, ¿se es menos responsable por utilizar el contexto de la fiesta para hacer lo que se sabe desde el principio que iban a hacer, y por lo que muchos acuden a la ciudad?...
¿Y por qué muchos de estos hombres luego cuenta la experiencia como algo maravilloso e increíble para que otros lo reproduzcan en cualquier otro lugar?
No vale el argumento de que “son una minoría”, el crimen y la delincuencia siempre es cuestión de “unos pocos”, en España se comenten 450-500 homicidios al año y nadie dice que sea un problema menor comparándolo con los millones de personas que no matan. Del mismo modo que tampoco es un problema de Pamplona y sus fiestas, sino de la instrumentalización que hacen de ellas quienes buscan aprovecharse de las circunstancias.
El machismo siempre ha buscado espacios de impunidad para ejercer la violencia de género, el primero de ellos es la propia cultura androcéntrica, pero como resulta insuficiente para todo lo que le gusta a hacer, necesita crear otros escenarios donde las justificaciones puedan “normalizar” y ocultar un mayor grado de violencia contra las mujeres, al tiempo de ensalzar los valores de la masculinidad hegemónica de los hombres-macho.
El machismo sigue siendo referencia mayoritaria en nuestra sociedad y modelo para los hombres, pero ya somos muchos los que no nos identificamos con esos valores ni conductas, y los que queremos tener la fiesta y las fiestas en Paz e Igualdad… y sin violencia de género.