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Narcotizados
“Hola, buenos días, vengo a que me escuchen”. No hay tiempo, ni presupuesto. Métase en un fotomatón o tómese la penúltima en el rincón del olvido. “Traigo una maleta llena de nervios y un historial académico; más respeto, oiga”. De acuerdo, hable.
El reloj de arena quiebra la cintura a los protagonistas de la escena, captada al vuelo en cualquier ambulatorio andaluz, y se acaba el tiempo. Nadie escucha, ni siquiera el facultativo de turno, que aprovecha la ocasión para largar fiestas sobre el sistema, criticar a sus jefes, vituperar a los prebostes de la cosa pública y narrar con todo lujo de detalles su perra vida al presunto paciente impaciente, que pierde los papeles y comenta a su partenaire: “Este hombre está peor que yo. Iba a contarle que me echaron del trabajo, que estoy hecho un trapo, baja autoestima, rabia contenida, cofradía del dolor”. Otro día. El médico de cabecera extiende un talonario de recetas y endiña su correspondiente botellón de ansiolíticos al pobre visitante ocasional, que arruga el papel y lo deposita en la papelera de reciclaje de seres urbanos con mucha educación. Canasta de tres puntos. Qué clase.
A los diez días, vuelta a las andadas. A ver si encontramos a un guardameta menos grillado. “Hola, buenos días, soy el mismo de antes. No quiero pastillas, quiero que me escuchen”. El parachoques sanitario, sin más contemplaciones, abre los ojos como platillos volantes y espeta, revolviéndose en el asiento:“¿Quiere usted una consulta gratuita con el psicólogo, con el psiquiatra, con el sociólogo de cercanías? ¿No le gusto? ¿Le parezco poco preparado? ¿Insinúa que soy un mierda?”.
A medio morir saltando, el excontribuyente se disculpa ante su verdugo, improvisa un par de apoyos morales, decide recurrir a un chamán la mar de bueno que conoció una noche en un antro de felicidad artificial, y confirma, como ya dijo el gran Chiquito, que está la cosa muy mal. Y que nos han privado del derecho a gastar saliva, no vaya a desplomarse el castillo de palabras en el aire que alguien construyó de aquella manera. Lo suyo, claro, sería alistarse en un plan privado de salud elemental o comprarse un loro.
Al tiempo, el mandao mayor pide paciencia, sólo le interesa la prima de riesgo, las personas le traen al pairo, todo lo que necesitamos es amor y vender la deuda a diez años. Drogaron a la gente con promesas y ahora administran excusas para mayor lucro de la mafia farmacéutica, siempre al acecho.
Hemos leído por aquí que la gran estafa causa estragos en el sector del narcótico y en la loquería, aumentando de forma considerable el consumo y tráfico de sustancias tóxicas ilegales, por un lado, y las enfermedades mentales, por otro.
El otro día cogieron el mayor alijo de hachís de la historia, al sur del sur de Europa. Y cogieron también al hijo mayor de un acaudalado fabricante de mentiras con un bajonazo del quince. Y a la hija menor de un malagueño que responde por Marijuana.
Ojo a las depresiones de caballo desbocado, los colocones tontos, los sentimientos encontrados, la movilidad exterior del amor propio, el objetivo del puto déficit, la patología dual, sálvese quien pueda. Nadie escucha. Piden paciencia. Huyen hacia adelante. Roban mucho. Pagan caro el humor negro. Nos quieren anestesiar, si no lo han hecho ya. Aprehenden los sueños sencillos y delirios de grandeza del personal mientras se incautan de lo más preciado, que no es precisamente el maldito parné.
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