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Primavera trompetera
Hemos resucitado, metafóricamente, de un largo invierno. Qué pronto se olvida la pasión y la Pasión y el sufrimiento; la resurrección quizá sea un deseo, un sueño, el sacrificio, por contra, es una realidad, existe, dura. Pero la tradición dice eso y en esas andamos, de primavera trompetera. Lo repetimos como ritual, uno y otro año.
Ha sido una Semana Santa como tantas, pero disputada. Los símbolos, el territorio del pueblo siempre está en disputa. Tanto que la procesión más celebrada ha sido la del Santo Reproche. Integristas, laicos, colonizadores políticos, oportunistas, nostálgicos del pasado y otros tantos del futuro, que nunca parece llegar, en confrontación.
Los políticos han decidido que esta Semana Santa era una buena ocasión para exhibirse y teatralizar sus ideologías. Lo llevan practicando desde siglos. Saben que eso lo tienen ganado, lo van ganando. Triunfa la indignación difusa entre la mayoría de la gente, que está bizcochable, cualquier ceremonia vale para conjurar sus demonios y celebrar el aquelarre. El resto va acallar. Te dirán que son sus tradiciones. De más de cuatrocientos años. No entrarán en más, por eso, es la mejor de las arenas posibles para la performance de los aprovechados y de pescuezo.
La gente es cada día más lanar, expresión copiada del maestro Miguel Ángel Aguilar, o se constituye en “rebaño desconcertado” en palabras de Walter Lippman. Ese es el sitio de la gente, decía, en la bulla, en el desenfreno de las pasiones sin explicación, con fe o sin ella, y todo para que “los hombres responsables, -es decir, ellos- puedan tomar sus decisiones”; mientras las víctimas no preguntan.
Cuando la Revolución de los Claveles en Portugal se hizo famosa aquella expresión revolucionaria de “O povo unido , jamais será vencido”. En la Sevilla de entonces, en un medio conservador, y bien conservado que sigue, incluso amojamado, se acuñó la réplica vernácula: “O povo unido se va a O Rocio”. No se equivocaban apenas, venía mayo y sabían de qué se reían. Para más datos lean a Chaves Nogales, sevillano, en los años treinta republicanos: Andalucía roja y la Blanca Paloma. Poco hemos cambiado.
Antes, cincuenta y una semanas antes de la pasión institucional, a media asta, el pueblo vivía las suyas, a todo trapo, las propias, más domésticas; también las más inoculadas: Catalunya, bueno, Puigdemont, Cifuentes, la corrupción, de unos y de otros, Gürteles, ERES, las pensiones, la irritante desigualdad de la mujer, nada que una buena levantá no distraiga.
Desde que nació la democracia moderna, el poder siempre temió a la mayoría. Los que menos tienen, la mayoría, frente a ese uno por ciento, quizá, de los más poderosos; por eso, la mayoría, informada, temible con conciencia, siempre fue el objetivo de la minoría. Saben que si se unían los privarían del poder siempre que así lo quisieran. Ese “povo que é quem mais ordena” del sueño portugués.
Una ilusión, unidos no, nunca, el poder desmorona al pueblo, lo divide, prostituye sus tradiciones, se apodera de ellas, las coloniza, las convierte en expresión simbólica de su ideología. Lo hacen muy bien, lo llevan haciendo siglos.