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El fin y el principio

Archivo - Imagen de recurso de vías de trenes

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La palabra fin ha marcado el espacio anchísimo de la pandemia. La sensación de estar al borde del colofón, de algo que se interrumpe, que se trunca, ha estado flameando en el aire como la verdadera bandera que representa a la mayoría. El fin del ambiente bullicioso que conocimos, de las aglomeraciones, de los bares atestados donde los vasos sobrevuelan las cabezas, de los abrazos descuidados. El fin de la rutina invariable, de los planes minuciosamente calculados, de la seguridad, de las certezas, de los muros que creíamos robustos e infranqueables. El fin de los códigos políticos comprensibles y de un modo de vivir que imaginábamos eterno. No obstante, si se piensa, los finales en realidad no existen, siempre son otra cosa, el comienzo de lo nuevo, a veces no se sabe de qué. Por fortuna, estamos ya incursos en esa fase, en la del reinicio, que se abrió hace casi un año con el primer ensayo exitoso de la vacuna, una ramita verde igual que la que trajo la paloma al arca de Noé tras el diluvio universal. La reversión del virus está cerca, queda aún mucho por recorrer (sobre todo, que la inmunización rebase el perímetro de la zona privilegiada), pero el fin se ha transmutado en principio.

Septiembre lleva el sello oficial del mes del retorno, habitualmente adornado con frases hechas -ya saben: las pilas cargadas y los proyectos ilusionantes- que resultan más estomagantes que inspiradoras. Para mí, sin embargo, la temporada del regreso, del reencuentro, es el verano, el asueto estival, sea cual sea la fecha, porque se vuelve al paisaje y la atmósfera de la infancia y la juventud. A los olores, los sabores y la luz. A donde están nuestras referencias y más hondamente nos reconocemos. Es cuando, quizás en el silencio de un atardecer en la montaña, la playa, los asientos de un tren, un avión, o al volante de un coche en una carretera cualquiera, se retoma el hilo de lo importante que el resto del año ha ido relegándose a los márgenes por el trabajo y otras premuras. Es cuando se presenta la ocasión de tasar el tiempo, de medir el tamaño real de lo ausente y de lo perdido, de ser consciente de lo que somos. Es la época, en definitiva, en la que los finales tienen la oportunidad de convertirse en principios y, por tanto, el punto propicio para pararse a reflexionar sobre el mundo y la vida que queremos.

La constatación empírica de cómo nuestro entorno puede derrumbarse en días nos ha obligado a respirar en un clima extremo de desasosiego y, a la par, nos ha empujado a buscar una salida común en la que el esfuerzo de gente anónima ha sido determinante

La constatación empírica de cómo nuestro entorno puede derrumbarse en cuestión de días nos ha obligado a respirar en un clima extremo de desasosiego e incertidumbre y, a la par, nos ha empujado a buscar una salida común en la que el esfuerzo, el empeño y el trabajo concienzudo de gente anónima han sido determinantes. Acaso sea esta la estela que hay que seguir, aunque sabemos que, como ocurrió con el diluvio (por continuar con la misma metáfora), la catástrofe no ha servido para que las personas seamos más bondadosas y mejores. Pero sí se da la coyuntura para enmendar errores y enderezar direcciones que se habían torcido, como las condiciones sociales, el medioambiente y la economía. En este momento es imprescindible construir. Individualmente no podemos hacer mucho más que participar, espantando la indolencia, en los cauces que ofrece el sistema democrático, si bien está en nuestra mano no dejarnos engullir por el cacareo del populismo estéril, rechazar los análisis a brochazos, no ceder ante el descarado sabotaje, ni sumarnos a la bronca gamberra. Nada está perdido. A fin de cuentas, el paso del tiempo es una manera de engarzar finales sucesivos sin darnos cuenta, porque después de cada final viene un principio. Estamos en él. Feliz verano.

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