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Rendir y no rendirse

La gimnasta norteamericana Simone Biles este martes en Tokyo.

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Ya se ha escrito todo sobre Simone Biles y acerca de cómo se pone al filo –tan al filo que muchas veces se cae y rompe– el ánimo y equilibrio psíquico de las personas a las que, desde pequeñitas, se les pide perfección, rendimiento y resultados. Es la herida no sólo de deportistas de élite. Cantantes de ópera, virtuosas de algún instrumento, bailarines, estudiantes que se lo juegan todo a un examen… conocemos casos, cerca y lejos, de gentes felizmente talentosas cuya salud mental ha crujido en forma de depresión, ansiedad, adicciones o trastornos alimentarios, entre otros, por haber hecho suya una exigencia inoculada desde siempre, consistente en explotar al máximo aquella gracia o capacidad física o intelectual de la que están dotadas. Han reventado por dentro.

Todo esto ya lo sabíamos, pero hasta el momento parecía no importar demasiado; hay ideales en los que nos encanta flotar (la moral de victoria, el orgullo nacionalista de cada porción de mundo al que llamamos país, la competición, las medallas…) que difuminan aspectos muy cuestionables de la realidad tal cual está montada. Cada vez que alguien, desde su sofá, dice –las patas en alto– eso de “Hemos ganado el bronce en mountain bike”, así, en un plural en el que se incluye a sí mismo, pone en movimiento una fabulosa maquinaria de realización, reconocimiento e identificación digna de estudiarse por un equipo interdisciplinar de profesionales de la sociología, la antropología, la psicología y la politología. Del mismo modo ha operado en muchas personas el bajonazo de Biles: ha recordado a cada cual que existe la fisura, la grieta, por la que podemos derrumbarnos en el momento que más se nos espera. La situación de Biles nos ha hablado de vulnerabilidad, esa palabra delicadísima que se usa tanto últimamente que temo que se vuelva rentable y se convierta en un placebo discursivo, en vinilo de corte para decorar la pared del salón, en mero objeto de consumo, en otro hashtag pijotero.

En el pensamiento dominante actual, se perdona mejor el fracaso que el hecho de no haberlo dado todo. Hay algo perverso e infantiloide en esta ideología. Y algo vitalmente muy liberador en el mero hecho de entender su engañifa

Me pregunto si acaso no hay algo hipócrita en la compasión repentina y generalizada por una gimnasta que, al enfrentarse a todo el peso que lleva a sus espaldas, ha perdido el primer round. Lo digo porque la chapa que nos suelta todo el mundo a todas horas es que eso de rendirse no es una opción. “Como no sabíamos que era imposible, lo hicimos”, dicen unos, regurgitando a Jean Cocteau; “Seguir cuando no puedes más es lo que te hace diferente”, añaden otras, “Sólo hay un secreto: no te rindas nunca”. Así todo el rato, por tierra, mar y aire: aguanta, resiste, asume el reto, machaca, ve a por todas, querer es poder, arriba esa resiliencia. Hazlo por quienes te apoyamos, tu éxito es el éxito de todos. Rinde y no te rindas. Todo esto del afán de superación, de la no conformidad es muy bonito, pero me da a mí que la mentalidad actual trata de imponerlo como única opción. Y, si sólo hay una opción, no nos dejan otra, no hay posibilidad de decir no de forma adulta. Desertar, retirarse, parar, rechazar, perder el tren, aflojar la marcha, no está en los planes. En el pensamiento dominante actual, se perdona mejor el fracaso que el hecho de no haberlo dado todo. Hay algo perverso e infantiloide en esta ideología. Y algo vitalmente muy liberador en el mero hecho de entender su engañifa. Más aún cuando el esfuerzo inhumano –más que sobrehumano– de una sola persona se convierte en todo un símbolo: el éxito de Biles simbolizaría el orgullo y la realización, individual y patria, de millones de personas incapaces de dar una voltereta. Quién puede con ese peso. La presión social, al mismo tiempo que hace de personas talentosas símbolos nacionales sin apenas opción a negarse a ello, también provoca perdedores preventivos, personas que tiran la toalla antes de intentar nada que realmente les merezca la pena y desisten de todo esfuerzo. Total para qué –pensarán para sí los llamados despectivamente couch potatoes, si el éxito es aquello que emiten por la tele y que de algún modo puedo hacer mío, pues este o aquella atleta victoriosa es de mi pueblo. Así las cosas, el mundo se divide entre quienes moralmente no se permiten tirar la toalla y quienes tratan por todos los medios de no dar palo al agua o como mucho convertirse en famosos sin mérito alguno.

A menudo estamos cansadas. Agotados, incluso. Exhaustas, reventados, estresados, fatigadas. Las mujeres lo solemos estar y manifestar más que los hombres. Quizá esto de rendir mucho y no rendirse jamás tenga algo que ver. Quizá la carga no sólo es física sino sobre todo mental y emocional. Quizá no haya cosa más anticapitalista que estar cansados ni más revolucionaria que tener en el bolsillo el comodín de rendirnos. Quizá muchas veces es la propia supervivencia –y no sólo la presión ideológica– la que nos impide cerrar la puerta por fuera, desistir, abandonar, dejar caer. Quizá demasiadas veces nadie reconocerá el inmenso esfuerzo que supone mantenerse a flote (en el día a día no contamos con pódiums ni medallero). Todos estos asuntos –reales, a pie de calle– del tener que rendir siempre conciernen a la política. Todo el discurso cansino –simbólico, elevado- del no rendirse jamás concierne a la ideología. Al menos que lo adviertan antes de cada emisión deportiva de estos días: rendir sin poder rendirse perjudica seriamente la salud.

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