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Hablemos de federalismo, hablemos de Andalucía

Salón de plenos del Parlamento de Andalucía

Teresa Rodríguez (@TeresaRodr_), secretaria general y portavoz del grupo parlamentario Podemos Andalucía / José Luis Serrano (@serranojoseluis), diputado y presidente del grupo parlamentario Podemos Andalucía

1. Definamos federalismo

De manera casi telegráfica, federalismo es un pacto libremente establecido entre distintos entes territoriales para conformar un Estado basado en la conciliación del autogobierno de las partes con un gobierno compartido. Podemos añadir que un Estado es federal cuando cumple tres requisitos. El primero de ellos es la convivencia del principio de jerarquía normativa (constitución, ley, reglamento) con el principio horizontal de competencia. Federal es, en suma, aquel Estado cuyas competencias se distribuyen entre varios Estados federados y un Estado federal. La distribución de competencias, por supuesto, se hace en la constitución federal. Valen cláusulas que permitan la transferencia de competencias de un nivel a otro como en Alemania, valen también cláusulas como la norteamericana que atribuye al nivel federado todo lo no expresamente atribuido al nivel federal en la constitución. Lo que no vale es un modelo como el establecido en los artículos 148 y 149 de la Constitución española de 1978 que, por ejemplo, atribuye a las comunidades autónomas la competencia en educación, al tiempo que permite la pervivencia de un Ministerio de Educación con un presupuesto superior a los 3.000 millones de euros para este año.

La segunda línea maestra del federalismo es la llamada separación vertical de poderes, que implica que cada Estado federado tiene poder legislativo, ejecutivo y judicial propios y distintos del gobierno, el parlamento y la justicia federal. De otra forma vista, la separación vertical de poderes significa que los Estados federados tienen constituciones (no cartas otorgadas, no leyes orgánicas, no estatutos de autonomía) aprobadas en referéndum, sin intervención del nivel federal y sometidas a cláusulas de reforma recíprocas a las de la constitución común. Estas constituciones tienen por supuesto la capacidad de organizar la administración territorial interna. No se entendería, por ejemplo, que la constitución federal impusiera –como hace la española de 1978– la provincia como forma de organización supramunicipal. No es de recibo en un modelo federal que persistan –como sucede en la España autonómica– hasta cinco planos administrativos (diputaciones, diputaciones forales, regiones forales, nacionalidades históricas, comunidades autónomas...) entre el municipio y el Estado central.

Y la tercera, pero no la menos importante de las líneas maestras, es la hacienda propia de cada Estado federado. Haciendas que expresan su autonomía financiera y que son soporte y garantía de sus políticas públicas. Muy lejos del modelo de financiación autonómica español, es imprescindible saber cuánto aporta cada estado miembro al estado común y cuánto recibe. Es imprescindible que cada Estado establezca y recaude sus impuestos y contribuya a la financiación común de acuerdo con su capacidad y según su necesidad. Lo insostenible es un modelo como el español que atribuye a Madrid un PIB superior al andaluz, tendencialmente igual al catalán y falsamente formado por la contabilización central de recursos generados en la periferia. Un ejemplo: todo el valor añadido generado en el puerto de Algeciras es contabilizado en Madrid. Otro: lo producido por 27 de las 35 empresas del IBEX es contabilizado en Madrid.

2. La peculiaridad española

Tal vez un cuarto requisito del federalismo sea la clara determinación de los sujetos firmantes del pacto federal. Aquí aparece la peculiaridad española: las actuales 17 comunidades autónomas no pueden ni quieren con la misma intensidad ser sujetos del pacto federal. Empezando por Madrid, siguiendo por las pequeñas uniprovinciales, parece claro que no hablamos de la misma vocación política de autogobierno que si hablamos de Cataluña o Euskadi.

Tres soluciones se apuntan: la primera consistiría en reconocer la naturaleza plurinacional del Estado español y permitir la convivencia de Estados nominales que carezcan de norma constitucional propia, sólo sometidos a la constitución federal, con otros que sí la tengan y se encuentren sujetos a las dos. La segunda, más compleja, consistiría en reducir el número de unidades federadas, por ejemplo, incorporando las uniprovinciales a otras o forzando la aparición de una sola Castilla como sujeto de un pacto federal. La tercera y peor, mezcla sucedánea de las dos anteriores, sería el falso federalismo: una reforma constitucional para “federalizar” las autonomías que ya existen, maquillar el Senado y, por supuesto, incluir una mención especial a Cataluña. Dado que Euskadi y Navarra ya tienen sus haciendas propias y sus “menciones especiales”, la cosa quedaría así: el actual estado autonómico con todos sus anacronismos y disfunciones, más un pacto entre nacionalidades históricas y el resto de España, incluída en el resto Andalucía.

3. El patrimonio constitucional andaluz

Sea cuál sea la solución después del 20D, dos cosas deben quedar claras. La primera es que, por una vez en la historia, los andaluces para autoorganizarnos no tenemos que resolver el puzzle español. Nos basta con reivindicar nuestra posición constitucional. No tenemos que remontarnos a Tartessos, ni a Abderramán I, somos pueblo en el sentido constitucional de la palabra. Y lo segundo que debe quedar claro es que Andalucía es la única comunidad autónoma que ha ejercido su derecho a decidir y que ha expresado su vocación de autogobierno. El 4 de diciembre de 1977, millón y medio de andaluces salieron a la calle para exigir igual trato en la futura constitución española. Ese día, Andalucía reivindicaba lo que hoy llamaríamos su “derecho a decidir”: quería ser como la que más –no como las demás, sino como la que más–.

Esta movilización ciudadana sin precedentes torció el rumbo constituyente: en la nueva constitución habría nacionalidades y habría regiones (artículo 2), pero habría también una cláusula constitucional –el artículo 151–, infame en sus exigencias, pero que permitía la conversión en nacionalidad de lo proyectado como región.  Y por segunda vez, las campanas de la historia sonaron aquí, porque el 28 de febrero de 1980, a pesar de la campaña del gobierno, el pueblo andaluz no sólo fue el único del Estado español que utilizaba la cláusula infame, sino que además ganaba la autonomía plena en referéndum. El 4D Andalucía reivindicó su derecho a decidir, el 28F lo ejerció.

El 4D de nuestros padres se parece mucho al 15M de nuestros hijos: un golpe en la mesa que fue capaz de modificar los cimientos del Estado que pretendían diseñar unos pocos de espaldas a la gente. Del 4D nació Andalucía como unidad política federable, del 15M nació Podemos como instrumento de empoderamiento ciudadano. La Andalucía del 4D y el 28F es parte del patrimonio constitucional ciudadano que Podemos ha heredado y que transferirá al proceso constituyente. Entre otras cosas, porque eso significa Podemos Andalucía, la unión de dos palabras de tamaño histórico.

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