ADELANTO EDITORIAL | Extracto del capítulo 1 de 'A partir de mañana'
Ocho horas de deliberación encerrado junto a otras diez personas en una sala sofocante del Hotel Maestranza: a eso había conducido, cuatro días antes, la sorprendente inclu-¡sión de su nombre en la lista de los seleccionados para formar parte del jurado. Lo primero que Jaime pensó entonces fue que se trataba de un error. La jueza tenía que haber leído algo mal, quizás aquella era la lista de las personas descartadas. Intentó protestar tímidamente, pero nadie le escuchó. Su desconcierto aumentó al comprender que había sido elegido, junto a otra mujer, en calidad de suplente. Eso le obligaba a asistir a todas las sesiones del juicio e incluso, con voz pero sin voto, a las deliberaciones finales, lo que explicaba esas ocho horas de encierro. Su presencia solo quedaba excusada, si así lo decidía, en la última sesión, la del veredicto, prevista para primera hora de la mañana.
Aquellas ocho horas solo le habían servido para confirmar su intuición inicial: no tenía nada que ver con el resto de miembros de ese jurado. Todos allí parecían entusiasmados o, al menos, lo habían parecido hasta unas horas antes. Así había sido, desde luego, cuando se registraron en el hotel, escoltados por una pareja de policías que los acompañaba en todo momento. De inmediato los conminaron a comenzar las deliberaciones, que por la mañana no dieron para mucho porque enseguida llegó el descanso de la comida. Sin lugar a dudas ese fue el momento álgido del entusiasmo: comer en el mismo salón que el resto de clientes, sí, pero separados por un biombo. Eso demostraba que ellos eran especiales, no como esos otros veinticinco candidatos a los que tanto envidiaba Jaime, que habían sido descartados. Estaba claro que formaban parte de algo importante.
De lo contrario no les hubieran prohibido de forma tajante hablar de cualquier detalle relacionado con el juicio cuando cada tarde volvían a sus casas después de las sesiones. Tampoco les habrían quitado los teléfonos móviles, ni tendrían que pasar esa última jornada incomunicados en un hotel, sin acceso a radios, televisores ni, por supuesto, ordenadores. Cuánta emoción, qué jugosos detalles contarían a sus mujeres, maridos y amigos una vez que todo aquello terminara.
A Jaime le había costado convencer a Susana de que él no merecía estar ahí, de que lo había hecho mal, realmente mal. Durante la sesión de conformación del jurado se había esforzado en responder a cada pregunta del fiscal y la abogada justo como se suponía que no tenía que responder. No entendía por qué habían pronunciado su nombre cuatro días atrás y, lo que era peor, cómo ni siquiera se había enterado de que el juicio comenzaba acto seguido, tras un brevísimo receso, por lo que apenas tuvo tiempo para una única llamada antes de que le retiraran el móvil. Esa llamada, desde luego, no había ido nada bien:
—Vamos a tener que suspender el viaje, Susana. Me han seleccionado.
—Eso no puede ser. Habíamos acordado que lo harías mal.
—No lo puedo haber hecho peor. Hasta les he dicho que no creo en el sistema judicial.
—Eso no es muy original, Jaime, y dijimos que improvisaras lo menos posible. Seguro que se te ha ocurrido algo más.
— Tampoco me he peinado.
— Nunca lo haces.
— Me he puesto la camiseta que compramos, la de la A anarquista.
— Empiezo a pensar que no fue una buena idea. Demasiado obvio. Igual el juicio se resuelve rápido y aún nos da tiempo.
— ¡Homicidio, Susana!
En efecto, homicidio. Y cuatro días después de aquella frase estaba en la sala del Hotel Maestranza, al borde de la medianoche, tan exhausto como el resto del jurado. Seguro que ya estaban deseosos de probar las camas de sus habitaciones, a las que solo habían pasado para dejar sus pertenencias. Seguro, incluso, que alguno también empezaba a envidiar a aquellos veinticinco descartados. Ya no se les veía tan exultantes, aunque ni aun así se concedían un respiro. Jaime llevaba al menos una hora esperando a que alguno dijera que salía a fumar para aprovechar y acompañarlo. Hacía tres meses que lo había dejado, pero cualquier excusa le valía.
Al final desistió y fue él quien se levantó y dijo que se iba a echar un cigarrillo. Le sorprendió que nadie le secundara. Era un suplente, a fin de cuentas ni siquiera tenía derecho a voto, que se vaya a fumar, debieron de pensar.
En la puerta del hotel montaba guardia otra pareja de policías. Jaime se sintió en la obligación de justificar su salida, aunque ninguno le había preguntado nada. Dijo que en la sala hacía tanto calor que no había caído en coger la chaqueta, que era donde guardaba el tabaco. Creyó que con eso bastaba, pero uno de los policías interpretó que estaba pidiendo un cigarrillo, sacó su paquete y le ofreció a Jaime. Ahora, después de tres meses, iba a tener que fumar por culpa del Cuerpo Nacional de Policía. Si hubiera tenido el móvil ya estaría llamando a Susana para contárselo y, de paso, para darle también los detalles de esas ocho horas de deliberación. Por supuesto él no había hecho caso de la prohibición de callar sobre las sesiones del juicio, y cada tarde ponía a Susana al tanto.
La primera calada del cigarrillo no le supo bien ni mal. Se dijo que probablemente había sido así siempre, que había sido un fumador por inercia que ni lo disfrutaba de manera especial ni lo aborrecía. No lo echaba en falta, pero creyó que fumar de nuevo tampoco le pesaría. Quizás podría hablar de eso con los policías. Le sorprendía que, a excepción del escueto ofrecimiento del cigarrillo, ninguno de los dos hubiera pronunciado una palabra. Eran dos hombres, uno apenas llegaría a los treinta años y el otro de mediana edad. Ni siquiera se miraban entre ellos. Jaime pensó que tal vez, con su presencia, acababa de interrumpir alguna discusión. Sí, se les notaba tensos. A lo mejor eran pareja, o no, amantes clandestinos, y el joven acababa de reprochar al mayor que aún no le hubiera confesado nada a su mujer, que aún no saliera del armario. Desde luego las ocho horas de deliberaciones le estaban haciendo desbarrar.
Dio otra calada al cigarrillo y miró por la puerta de cristal hacia el vestíbulo del hotel, por si algún otro miembro salía de la sala y se le unía. Sabía que no iba a suceder. En realidad él mismo había dudado un instante antes de escapar de la sala, y eso que ya estaba en pie y a punto de abrir la puerta. Había titubeado porque, justo en ese momento, uno de los miembros se descolgó con un par de frases que, de seguro, no traerían nada bueno:
—Yo no permitiría que un tío así se acercara a mi hija, lo digo como padre. Habría que encerrarlo de por vida.
Ahí estaba, por fin, el breve alegato que tanto se había hecho esperar, pero con el que ese miembro del jurado, un hombre de unos cuarenta años, no dejaba de amagar. Al principio solo en forma de comentarios sueltos, acotaciones que añadía a los razonamientos de los demás. Luego, cuando el cansancio ya les hacía perder la compostura a todos, se había venido arriba con algunas morcillas más bien explícitas. Al final había abandonado cualquier pudor, una pena que justo lo hubiera hecho en el momento en que Jaime salía con la excusa del cigarrillo ficticio.
Igual ni era padre de verdad. Tal vez se lo había inventado para darle más fuerza a su perorata y ganarse la aprobación del resto. Seguro que muchos habrían mostrado su acuerdo. Nadie querría estar cerca «de un tío así». Sin embargo, aparte de él mismo, Jaime diría que solo otro integrante parecía un poco más comedido. A la postre, resultaba obvio, le habían elegido como portavoz. También era un hombre, algo mayor que el supuesto padre protector. Al presentarse, había dicho que trabajaba como tanatopractor y, antes de que nadie preguntara, él mismo había aclarado que se dedicaba a maquillar a los muertos para el entierro. Aquellas palabras habían generado una especie de tenebroso respeto que sin duda contribuyó a que los demás le designaran como portavoz.
Jaime se preguntó si el tanatopractor estaría poniendo un poco de orden. No tenía dudas de que la soflama del supuesto padre habría abierto esa compuerta contenida con dificultad durante las ocho horas previas. Seguro que alguno ya estaba pidiendo el restablecimiento de la pena de muerte. Quizás una de las mujeres, una colombiana nacionalizada que había repetido, más de la cuenta y tal vez con la intención de romper algún estereotipo, que con los drogadictos lo único que funcionaba era mano dura, que ella tenía algunas ideas al respecto. No había faltado quien la secundara, en concreto otra mujer, entrada en años, cuya presencia Jaime no lograba explicarse. Ya en su primera intervención había asegurado que era dueña de un «hotel entero», lo que recalcó mucho, en Torremolinos. Quizás lo normal era solo tener hoteles por trozos, quién podía saberlo. Algo más tarde, durante la cena, les aseguró que por respeto a la Corona no iba a entrar en detalles de las buenas juergas que se había corrido en Marbella con el rey Juan Carlos y varios jeques árabes, de esos que coleccionan mansiones, aunque a Jaime no le quedó claro si con todos a la vez o por separado.
De nuevo pensó en Susana, en cómo se habrían reído si la hubiera podido llamar para contarle todo eso. Qué pintaba él allí, aunque solo fuera como suplente. Se supo- nía que la gente que lo había elegido sabía bien lo que se hacía. Entendía que Susana hubiera dudado de él, pero era cierto: había contestado con sandeces a todas las preguntas. No entendía qué había fallado. O sí... De pronto, fue como si la llama del cigarro alumbrara también un súbito descubrimiento. Iba a darle otra calada, pero se quedó a medio camino. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? No quería interrumpir el amoroso silencio de los policías para preguntarles la hora, pero ya debía de pasar de la medianoche. Quizás fuera demasiado tarde, pero tenía que intentarlo, tenía que volver a esa sala y aplicarse un poco, ahora lo comprendía. Se despidió de la pareja y a punto estuvo de decirles que no se pelearan, que si ambos ponían de su parte encontrarían una solución. Luego cruzó el vestíbulo a toda prisa y entró de nuevo en la sala.
Se llevó una pequeña decepción cuando ocupó su sitio sin que nadie diera muestras de efusividad, como si la onda expansiva de su repentina euforia pudiera haber atravesado esa puerta. En la sala todos parecían dar por terminada la larguísima jornada. No había más que mirarles la cara para adivinar la mezcla de desgana y la ingenua esperanza de que ya tocaba redactar el acta final. Le dio algo de pena tener que desilusionarlos, pero sabía que no cabía otra opción que levantar la mano y, por primera vez en ocho horas, pedir la palabra. Con todo, el tanatopractor no se la dio de inmediato y explicó que, durante los breves minutos que él había estado fumando, las cosas se habían desmadrado un poco, de manera que se vio obligado a reconducir el debate hacia el asunto que los tenía reunidos a esas horas. En ese momento ya estaba redactando las actas, lo que confirmó la sospecha de Jaime de que el ambiente se había animado con la soflama del falso padre. Si el cigarrillo le hubiera dejado algo de escozor en la garganta, y si no hubiera resultado demasiado teatral, Jaime habría carraspeado antes de interrumpir al tanatopractor:
— Creo que esas actas van a tener que esperar. Me parece que ha llegado la hora de que nos limitemos a hacer lo que nos han pedido.
— ¿Y qué se supone que es eso, Henry Fonda?
A Jaime le sorprendió la referencia cinéfila del padre justiciero, pero no dejó que se le notara:
— Determinar cuáles son los hechos probados. Nada más. El resto, como tu opinión sobre la cadena perpetua, no le importa a nadie.
— A lo mejor no te has dado cuenta de que son las doce de la noche. Y, además, esta señora lleva un rato quejándose de que le duelen las piernas.
— Yo voto lo que me digáis, pero rápido —corroboró la aludida.
Estaba a punto de cumplir setenta años, según ella misma les había contado en la cena, y a causa de su edad la podrían haber eximido, a lo que se negó porque todo aquello le hacía ilusión, mucha.
— Cuanto antes terminemos —continuó Jaime—, antes nos podremos ir a la cama. Basta con repasar el testimonio del jefe de policía.
Tardaron más de dos horas en hacerlo. Jaime, para no defraudar, interpretó el papel de Henry Fonda. No le costó demasiado. Todo el grupo le prestó una atención que, en realidad, tenía mucho de sorpresa, pues al fin y al cabo era la primera vez que ese suplente abría la boca. Ni siquiera la señora del dolor de piernas emitió un solo lamento más. Y eso que Jaime se estaba ciñendo a lo que había anunciado: el repaso a los hechos probados, sin conjeturas suyas ni de nadie más.
El testimonio del jefe de la policía, o comisario principal del pueblo donde se cometió el crimen —Jaime no tenía claro el cargo—, era de lejos el más completo, detallado y mejor expuesto de cuantos habían escuchado a lo largo de esos días, y en él se basaron para que el tanatopractor redactara las conclusiones.
Ese policía había declarado en la primera sesión. Todos lo recordaban muy bien. Era un hombre atildado, dueño de una voz de locutor nocturno de radio, educado y respetuoso, sin duda acostumbrado a testificar. Por eso mismo a Jaime le había sorprendido que la abogada tuviera que llamarle la atención en dos ocasiones. La primera la motivó su descripción de cómo, a la vista de las heridas, el acusado había llevado a cabo el apuñalamiento de la víctima. La abogada le recordó que, de momento, el acusado todo lo más había apuñalado «presuntamente». La segunda llamada de atención vino cuando el policía reincidió, a la hora de referirse al defendido, en el uso de la fórmula «este tipo de gente». No volvió a emplearla, pero tampoco explicó a qué se refería con ella.
No hacía falta. En las deliberaciones a Jaime le había quedado claro que no solo el padre falso y cinéfilo la entendía: el acusado, lo mismo que la víctima, era toxicómano y gitano, por más señas. En realidad nunca cumpliría la condena íntegra que se dictara porque padecía una cirrosis en estado avanzado, de la que ni siquiera era consciente. Eso lo relató su hermana en el estremecedor testimonio de lo que estaban suponiendo los últimos años para su familia, algo que corroboró la doctora que le había diagnosticado esquizofrenia paranoide tiempo atrás. Y en efecto el acusado, que no había cumplido treinta años, pero que podría pasar por un jubilado, no daba muestras de comprender tampoco que ahí se hablaba de él. Ese era «el tipo de gente», «los tíos así».
Una vez repasadas las transcripciones, Jaime consiguió que todos admitieran como probados tan solo unos pocos hechos. El acusado y la víctima, esta última en estado de ebriedad, habían discutido a voz en grito en un bar del pueblo en el que solían coincidir, hasta que los camareros los sacaron a la calle. El acusado, antes de despedirse, gritó al otro que lo iba a matar. Al día siguiente encontraron el cadáver en una calle bastante céntrica, acuchillado y sin signos de haberse defendido. Seguramente la víctima no oyó nada hasta que fue demasiado tarde, como se podía deducir del hecho de que en su teléfono móvil aún sonaba música cuando encontraron el cuerpo, e incluso el auricular izquierdo continuaba en su oreja. La policía detuvo al acusado en su domicilio y, en contra de su costumbre, se había aseado, perfumado y afeitado. Esos eran los hechos. El resto no pasaba de especulaciones. Muy poco para anhelar una cadena perpetua.
Cuando el tanatopractor terminó de redactar el acta, Jaime supo que al día siguiente, en cuanto llegaran a la Ciudad de la Justicia, recogería el móvil y tomaría el autobús a casa. No se quedaría para escuchar la sentencia. Su labor ya había concluido. La abogada se podía dar por satisfecha. Porque eso era lo que Jaime había comprendido de pronto con las últimas caladas al cigarrillo: que a él lo había escogido la abogada. Esa mujer, en la que apenas había reparado durante el juicio, debió de intuir algo en sus bochornosas respuestas del proceso de selección. Un caso como aquel daría lugar a demasiados prejuicios, así que mejor disponer de alguien para contrarrestarlos, aunque fuera en la reserva. Ese treintañero despeinado, ataviado con una pintoresca camiseta y con nulas dotes interpretativas había afirmado que descreía absolutamente del sistema judicial. Bueno, pues la abogada tuvo que pensar que ahí se le ofrecía una oportunidad para inclinar la balanza. Y de ese modo había elegido a Jaime.
A Susana le habría gustado conocer la sentencia. No entendía por qué Jaime había hecho uso de su prerrogativa como suplente para ausentarse en esa sesión. No en vano habían hablado del juicio a diario, y ahora le vetaba el desenlace de la serie. Quién sabe, no se podía descartar un giro inesperado: el cambio en el último suspiro del sentido del voto de algunos miembros del jurado confundidos por la falta de sueño, la pelea inaudita entre varios de ellos delante de la jueza justo antes de la lectura del acta final, la protesta airada del falso padre, o de la colombiana en su cruzada contra las drogas, o de la juerguista de la realeza, lo que fuera. Debía conformarse con el relato de Jaime sobre las deliberaciones en el hotel. Se rieron mucho, en efecto, y ella coincidió en que lo habría seleccionado la abogada.
—Al menos uno de los dos ha dormido en un hotel— dijo.
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