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Fui al teatro central y me acordé de ti (y de mí)

Silvia Balvín en Hovering /TC

David Montero

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Empecé a escribir este diario porque me parecía muy raro hablar de una obra separándola de lo que me ha pasado el día que las veo o si tengo ansiedad o con quién he dormido la noche anterior. A mí esas cosas me influyen tela.

Ahora hay otra cosa que me está incomodando: la crítica como monólogo, como veredicto sin derecho a réplica. Y me he inventado una cosa que se llama critivista, o sea, un mixto lobo de crítica y entrevista para que las creadoras puedan explicarse, defenderse o insultarme. Y lo voy a hacer. Lo estoy haciendo. De hecho, ésta es la primera critivista de la historia universal. Si fuera una entrevista, la titularía con esto que  han dicho Rosa cerdo aproximadamente: “Si consiguiésemos levitar de verdad, haríamos  lo que quisiéramos porque la obra se vendería sola”. de verdadComo es una critivista, se titula como se titula. Vamos al lío:

Hay un fanzine que nos entregan en la puerta. Hay un escenario casi vacío. Hay un hombre en él, Alberto. Hay una voz masculina que nos va explicando cosas que van a pasar y esas cosas efectivamente pasan. Esa voz también nos cuenta cosas que están en el fanzine y que tienen que ver con la escena. Todo tiene un aire de truco de magia en el que los magos no sólo no se preocupan por ocultar la trampa sino que se esfuerzan en explicártela. Eso da placer y cosquillas de complicidad. Hay una mujer que llega, Silvia. Hay algo en ella magnético ya antes de que se mueva. Alberto es todo cercanía y fragilidad expuesta. Regala músicas dulces y complejas, y se entrega a la escena como un bello samurai. Silvia esconde su fuerza tras una sonrisa ambigua, se mueve como una fiera elegante y contiene en su quietud todo el movimiento.

Ahora que el público la mira, quizá piensa: “Lo que más disfruto de cada proceso es la fase de aislamiento creativo, y lo que más conflicto me supone es asumir que llega un momento en que hay que presentar a tu criatura en sociedad, arrojarla al patio de butacas. En Hovering, Alberto Cortés nos ha ayudado a comprender que es posible (y necesario) tener al público en cuenta sin que eso signifique convertirte en su esclava.”

El vuelo y la precariedad

Estamos viendo una pieza de danza que es una actuación de magia, que es un catálogo de imposibilidades puestas en escena bajo la apariencia de un show de hipnosis. Estamos viendo a un hombre y una mujer que quieren volar. Como Leonardo, como Ícaro, como tú. Hay un tono de broma, de no tomarse demasiado en serio y, por debajo, el asunto de suspenderse en el aire como aspiración y como metáfora. Me gusta mucho esa metáfora que se abre como paraguas de aire, pero me queda la sensación de que las referencias a la precariedad en la creación reducen el espectro de esas interpretaciones. Eso pienso mientras veo la función.

Si ellos pudieran leer mi mente (o yo la de ellos) dirían que les  “interesa conocer las pesadillas y los conflictos que le ha supuesto una creación a su autor. No es una limitación, sino otro recurso creativo más con el que poner en común con el espectador qué ha pasado.” Además, no imaginan “una versión de Hovering en la que no se mencionen los problemas empresariales inherentes a una producción escénica. No es que ese sea el motor de la obra, pero el tema de la precariedad es simplemente otra de las interpretaciones respecto a lo que inspira el verbo ”to hover“.

Me seduce mucho la poética de Rosa Cerdo, el uso de materiales de diversa procedencia sin jerarquías de alta y baja cultura (cine de terror, actuación de magia, ¿tontipop?, danza, yoga,…) y su capacidad de haber hecho una sola cosa de todo ello.  Creo que eso es porque han sido fieles hasta las últimas consecuencias a su imaginario. Me parece que esa fidelidad estaba ya en Alf; sin embargo, aprecio aquí un ocuparse en hacer cómplice al público de ese imaginario, compartir con ellos su Piedra Rosetta:  las intervenciones de la voz en off que explican, anuncian, juguetean con el público en las distintas escenas y las vincula al fanzine que nos han prestado al entrar.

Y eso parece porque me cuentan que tenían “tres objetivos con estos complementos de audio y con el fanzine: aumentar la fantasía de unas escenas, resaltar la pobreza de otras y sacar a la luz ciertos aspectos del proceso que no queríamos que se perdieran. Así, la intención era hacer del fanzine algo accesible, creando una conexión con la obra que no fuese muy evidente pero tampoco demasiado críptica.”

Aprecio esa Piedra Rosetta, la valoro y la defiendo. Creo que en ciertas formas de la danza y el teatro ha habido una complacencia en no ser entendido. Creo que el desconcierto ha gozado de mucho prestigio. No digo que el desconcierto o la dificultad de lectura sean inherentemente malas, pero tampoco inherentemente buenas. Igual es la hora de concertar más y desconcertar menos, de que todas jueguen al mismo juego.

 El fanzine es un dispositivo que conecta el escenario con el patio de butacas. La obra y el fanzine se alimentan la una del otro y el espectador vive la experiencia completa al atender esos dos planos. Es cierto que como elemento explicativo, concertando en vez de desconcertando, funciona muy bien; pero también es verdad que en otras ocasiones ayuda a desconcertar; digamos que ejerce de agente doble y ahí reside su encanto.

La pureza de la decadencia 

Cuando la función termina, me queda algo como que no puedo agarrar. Han hablado de levitar, de volar. Estaba la promesa de que la función nos cambiaría la vida. La promesa era irónica, pero yo soy un ingenuo y me la creí. Por eso, a una parte de mí le falta algo y echa de menos un poco de afán de pretensión en el buen sentido de la palabra: es como si me estuvieran diciendo algo muy hondo de sí mismos pero les diera vergüenza y hacen como que no lo dicen. Si les hubiera dicho esto tomando una cerveza después, lo primero que habrían dicho es que “hay más pureza en la decadencia de Noguera arrastrándose por el plató de La Resistencia que alguien enfundado en una toga romana con un foco y soltando cualquier grandilocuencia vital sobre el alma y el ser”.

Yo habría insistido: sí, pero dónde están las heridas de las que surgen las ganas de hacer justo esto, dónde el fuego del que huir levitando. Cada vez que lo agarro, se me escurre entre los dedos. ¿Es el signo de estos tiempos? ¿Ante tantas mayúsculas y solemnidades, sólo queda el camino de la ironía, del juego, de la huida?

Esa pregunta tan grande se difumina y queda la verdad que siempre es más sencilla y poderosa: Silvia se encuentra “en un punto extraño entre la atracción magnética por lo mágico y espiritual y la incapacidad de creer en ese otro mundo; no por vergüenza, sino porque la verdad de lo cotidiano y tangible pesa demasiado”. Por eso en Hovering hay mucho de aquello en lo que no cree pero le gustaría creer, algo que proyectan de manera difusa y sin tomarse demasiado en serio a sí mismos. O sea, no es relativismo sino honestidad.

Al público, como a un igual

Al final, me quedan la potencia escénica de Alberto y Silvia,  el movimiento furioso y dulce de la Balvín; el tímido desparpajo, la sonrisa y la música brillante y generosa de Almenara; ese juego inteligentísimo que incluye al público y lo trata como a un igual; las luces de Benito (una de los nuestras, de las mejores nuestras); el vestuario hermoso y exacto de Gloria Gómez; el fanzine de Cristián Pineda, Adara Sánchez y Elisa Victoria; la dramaturgia de Alberto Cortés que sigue ayudando a volar a la escena andaluza.

Y sí, fui al Central y me acordé de ella. Esa noche sí que hubo un truco de magia: alguien hizo desaparecer lo que había entre ella y yo. Por eso, canto bajito volviendo a casa: “El queré que te tenía/ el viento se lo llevó,/ cuántas cosas tiene el viento/ y qué poquitas tengo yo”.

 

 

 

  

 

 

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